VILLA LLANQUÍN

| 28/07/2021

Marisa Fernández, directora de una escuela que respira a su propio ritmo

Marisa Fernández, directora de una escuela que respira a su propio ritmo
Fotos: Matías Garay.
Fotos: Matías Garay.

Como en el resto de Río Negro, la escuela N° 245 de Villa Llanquín, tras las vacaciones invernales, volvió a sentir la calidez que los niños brindan.

“Ahora, los chicos hacen una ronda cuando se iza la bandera, porque antes no se podía”, cuenta la directora, Marisa Fernández.

Así, en el salón de ingreso, se ve a los alumnos y a los docentes, a una distancia prudencial uno del otro, en círculo, mientras los escogidos para hacer flamear la insignia patria salen al patio.

“Nos parecía importante mirarnos a la cara”, destaca Marisa, ante la posibilidad de esa mínima reunión que sirve como una bienvenida de calidez humana en medio de la “nueva y rara normalidad” que implica la época de pandemia. 

“La escuela es el lugar de encuentro del pueblo, y, a veces, funciona como un sitio de contención”, expresa la educadora.

“Para trabajar es importante el vínculo con todos, porque el colegio sin la familia no funciona”, destaca.

“El año pasado fue muy difícil para todos, porque perdimos la espontaneidad característica… En la escuela, los chicos se abren completamente, cuentan todo lo que les sucede, lo que les produce angustia, tristeza, llanto… Por eso, 2020 fue complicado; si bien mantuvimos algún contacto por teléfono, no era lo mismo”, aprecia.

Sobre el modo de funcionamiento en aquellos días, relata: “Fue ‘virtual’, entre comillas, porque ahí aparecieron las falencias: no todos los chicos tienen un dispositivo para poder conectarse, ni todos cuentan con internet. Nosotros mismos, en la escuela, no poseemos una buena conexión. Por ejemplo, no podemos abrir enlaces, solo leemos correos. Así que, en realidad, teníamos que acercarnos a los hogares o venían a buscar el material”.

Marisa llegó a Bariloche en 1995, con su hermana gemela, Noemí.

“Nos recibimos y vinimos al sur, a conocer y a trabajar, sin pensar en quedarnos a vivir en Río Negro”, recuerda Marisa.

“Cada una armó su familia. Yo, por ejemplo, tengo una hija de veintiún años: Agustina”, señala.

Su hermana, en la actualidad, es directora de la escuela N° 343 de Bariloche.

Marisa, por su parte, en su momento se casó con un poblador de Villa Llanquín, dueño de uno de esos apellidos que se repiten en el paraje: Julio Riechert.

“Estuve en varias escuelas barilochenses; después, pedí el traslado y salió rapidísimo”, cuenta.

Así, hace veintidós años arribó al paraje.

Durante siete años, vivió en Villa Llanquín; luego, se mudó nuevamente a Bariloche, y todos los días de clases realizaba el trayecto de cuarenta kilómetros de ida y otros tantos de vuelta.

“A raíz de la pandemia, el año pasado me quedé directamente acá”, explica.

El estar instalada en el lugar permitió que la escuela, aun sin que hubiera clases, permaneciera abierta. 

“Venía con otra compañera. Entregábamos los bolsones de comida y el material que enviaban los maestros”, rememora.

“Pero los chicos extrañaban; el contacto con el otro era necesario”, considera.

Así, evoca que, cuando volvió la presencialidad, “las emociones estaban a flor de piel”.

“Tuvimos que adecuarnos a nuevas rutinas: el distanciamiento, el lavado de manos en forma regular, las ventanas abiertas, no tocarse… Nosotros estábamos acostumbrados a abrazarnos, a estar en contacto, y los chicos no entendían esto de usar el barbijo”, sostiene.

Pero todos se adaptaron.

Aunque algunas cosas todavía no pudieron retomarse, y se añoran. Por ejemplo, la posibilidad de dormir en el sitio. “Con la pandemia, los hogares dejaron de funcionar, porque todavía no hay un protocolo que pueda resguardar la seguridad de los chicos para que queden internados en la escuela de lunes a viernes”, explica la directora.

Igualmente, hay cuestiones que, de a poco, tal vez se retomen: “Acaba de llegar un protocolo que habilitaría el tema de los comedores, o al menos un refrigerio. Pero hay que analizarlo de acuerdo a la situación de cada escuela, a los contextos particulares”, dice.

¿Y cómo es el presente? “Estamos habilitados para trabajar tres horas presenciales por la mañana, y luego dos por la tarde. Los chicos se van, almuerzan, y después regresan. Por nuestra matrícula, podemos contar con presencialidad completa, de lunes a viernes. Los chicos que viven más lejos, en el Chacay por ejemplo, no vienen todos los días, pero sí algunos, así que igual tenemos contacto con ellos”, expone.

“Veintinueve nenes concurren a primaria; ocho, a nivel inicial”, indica.

Además, están los alumnos que van a la escuela secundaria N° 24, en una edificación vecina. “Son doce jóvenes, que tienen un coordinador, mediante el cual se conectan con los profesores, porque les mandan las actividades desde Viedma”, detalla.

En cuanto al personal (entre las maestras, los auxiliares, quienes están a cargo de las actividades especiales y la gente de apoyo), el número prácticamente bordea el de los alumnos.

Marisa afirma: “Me gusta muchísimo trabajar acá”, aunque reconoce: “Al principio, me costó adecuarme al ritmo de una escuela rural”.

“El ambiente era totalmente distinto; todo era muy tranquilo, con una dinámica diferente a la de Bariloche”, manifiesta.

“Después, cuando comencé a conocer el sitio y recorrerlo, y a tener más contacto con la gente, me acostumbré”, confía.

“Me gusta vivir acá, aunque, para ser sincera, me agrada más en verano. Es un lugar bellísimo. En el transcurso de estos más de veinte años, vi cómo creció y se transformó. En la actualidad, tiene la visión de una villa turística. Antes, en los alrededores de la escuela, solo había dos o tres casitas; ahora, está totalmente poblada”, desarrolla.

La directora, por estos días, se encuentra abocada a la tarea de encontrar un nombre para el establecimiento.

Quiere que, a una escuela tan humana, se la conozca por algo más que un número.

Y en eso está…

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