31/07/2020

Historias de vida “al paso”: la otra ruta gastronómica

Textos: Christian Masello Fotos: Facundo Pardo
Silvio y Germán, emprendimiento de amigos en época de pandemia.

Siempre que se habla de placeres alimenticios en relación a Bariloche, la mirada se posa sobre cafés y restaurantes ubicados en la calle Mitre o en las arterias que la cortan, otros que se encuentran por San Martín, varios en Bustillo y Pioneros, y algunos pocos ubicados en distintas zonas que, a fuerza del trabajo de años, se han convertido en clásicos más allá de no formar parte del paisaje gastronómico habitual. 

Claro, en todos esos casos, se piensa con mentalidad de quien se quiere dar un gusto algún día de la semana; o, también, el razonamiento es de cara a los turistas, que, cuando venían, solían acudir a merendar o comer a los sitios donde la recomendación de turno apuntara.

Pero, en tiempos donde no hay visitantes, y los residentes todavía no se arriman tanto a las cafeterías y restaurantes, ya sea por falta de dinero o porque todavía no se sienten cómodos como para ir a sentarse a un lugar y disfrutar de su plato con todos los sentidos, resurgió una actividad que siempre existió, pero ahora, en gran parte por la necesidad, tomó un impulso nuevo: la venta de bebidas y alimento en las calles.


Compañerismo ambulante, un vendedor le regala un alfajor a Pablo.

Si bien la comercialización se ve en diferentes sitios de la ciudad, con la modalidad ambulante, a partir de la intersección de Onelli con 25 de Mayo, “hacia arriba”, pueden observarse varios vendedores en “puestos fijos”.

La mayoría tomó la decisión de afincarse en algún sitio en particular para no caminar sin rumbo en tiempos de pandemia.
Y, por supuesto, cada cual lleva su historia a cuestas.

Café

Hace dos años, Pablo Gueichanao trabajaba en una empresa de construcción. Algo cansado de la monotonía en el rubro, decidió realizar un cambio. Comenzó a hacer tortas fritas para vender por la calle; caminaba toda la ciudad con un táper. Luego agregó café.

Su hermano, que es herrero, construyó un carrito para que le fuera más fácil hacer su recorrido.

Justamente, el hermano le tiró un salvavidas cuando la cuarentena lo ahogaba: le propuso que lo ayudara en un pedido grande que le habían hecho. Pablo aprendió a soldar y así pudo ganarse unos pesos hasta que retomó su rol de cafetero, aunque, coronavirus mediante, con un cambio: optó por quedarse frente a la iglesia Santo Cristo, por Onelli.


Pablo sirve café, en Onelli y 25 de Mayo.

Le pidió permiso al dueño del local de ropa que se encuentra en la esquina, para colocarse a un costado. El comerciante le dio su aprobación, y Pablo, cada vez que puede, le hace propaganda, ya que cuando ve que alguno de sus clientes atisba a mirar la vidriera le indica que aproveche, que se dé una vuelta por el negocio, que hay muchas ofertas…

Cuando el COVID-19 no existía, la pequeña hija de Gueichanao solía acompañarlo en sus recorridos, pero ahora prevalece el cuidado, así que la nena, por más que lo desee, no puede ir con el padre. La niña tiene ocho años y se llama Eluney, nombre de origen mapuche que significa regalo del cielo.

Pablo utiliza tapaboca y no manipula nada sin ponerse alcohol antes. Más allá del cuidado propio, intenta brindar seguridad al transeúnte.
Su jornada empieza temprano. A las cinco de la mañana se despierta y prepara la masa para las tortas fritas y las pizzetas. Realiza toda la elaboración, hace el café, y a las nueve está en su puesto. Pasado el mediodía, va a su casa, elabora más bebida, y a las cuatro de la tarde regresa a “su” esquina, donde permanece hasta las siete y media.
Luego, a tratar de descansar, porque al día siguiente el despertador aullará mucho antes de que amanezca.

Pochoclos

José Aranda es artesano. Nació en La Pampa, pero tiene un espíritu nómade.
A partir de su trabajo, ha recorrido gran parte de la Argentina.

Vendió sus creaciones en Mar del Plata, Mar de Ajó, Ushuaia, Calafate, Puerto Madryn y un largo etcétera. Incluso hace un par de años fue hasta Misiones en moto.
Ya hace mucho tiempo que su “base de operaciones” es El Bolsón.

Si bien ha trabajado diferentes elementos, su especialidad es el calado de monedas, aunque la vista a veces le juega una mala pasada.
Pero su problema actual no es el inconveniente en los ojos: la pandemia lo afectó en el bolsillo y en el alma.


José ofrece garrapiñadas y algo más, en la parada del colectivo.

Por un lado, sus ingresos como artesano son prácticamente nulos, ya que, ante la falta de turismo, las ferias no se abren. Por otra parte, su corazón trotamundos se asfixia en este presente que lleva al encierro.

Tenía pensado ir a Jujuy, con la esperanza de que el trabajo resurgiera cuando anduviera por esos lares.

Justamente, a principio de junio vino a Bariloche para que un mecánico amigo revisara la camioneta con la que pretendía realizar el viaje. La respuesta no fue la mejor: había que desarmar el motor, hacer varios arreglos… Sin plata, resultó imposible llevar a cabo las reparaciones, así que el vehículo duerme a la espera de ser “operado”, mientras José se las rebusca con la venta de pochoclos, garrapiñadas, nueces, maníes salados…

Plantó bandera en una garita de colectivos ubicada en la Ruta 40 (ex 258), donde se inicia el camino a El Bolsón.

Desde las nueve de la mañana a las seis de la tarde, Aranda ofrece sus productos. La venta es poca, pero alcanza para comer.
Varado en Bariloche, espera el momento en el que su camioneta esté lista para partir al norte.

Almuerzo

Germán Rodríguez y Silvio Manzelli tienen cuarenta y siete años, pero se conocen desde los siete, cuando pateaban el barrio en Ituzaingó, pleno oeste del Gran Buenos Aires.

Germán hace década y media que vino tras un sueño a Bariloche.

Aquí formó su familia. Está casado y tiene un hijo.

Durante mucho tiempo trabajó en una afamada pizzería de la avenida de los Pioneros.

Silvio y Germán, emprendimiento de amigos en época de pandemia.

En el verano recibió un llamado de Silvio, que hacía rato estaba preocupado por los robos en aquella zona caliente bonaerense donde vivía.
Lo tan temido había ocurrido: un asalto donde un delincuente apoyó el revólver en la cabeza de su bebé.

Quería irse lo más pronto posible. Si bien Germán le aclaró que aquí también había delincuencia, era claro que la situación no estaba tan al rojo vivo como allá.
Conversaron y se les ocurrió la idea de poner un “food truck” (camión de comida).

Silvio compró el carro y se vino al sur.

Realizaron los trámites de habilitación y abrieron. Era febrero.

No llegaron a trabajar un mes que la cuarentena les dijo basta.

Hace tres semanas, reanudaron las tareas.

Si bien el tránsito no es el habitual, son muchos los autos que paran al costado de la ruta para comer una hamburguesa, alguna milanesa, empanadas, bondiola de cerdo, lomitos…

Dicen que buscan la excelencia en la comida, y los clientes parecen darle la razón. Incluso los vecinos se acercan para hacerles pedidos, tomándolos ya como un restaurante del barrio.

Apenas puedan, el deseo es plotear el carrito y ponerle como nombre “Entre amigos”.

 

Textos: Christian Masello Fotos: Facundo Pardo

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