EL TÁNTALO, NEREIDAS, TITANES, CARIÁTIDES

| 03/07/2020

Gregorio Álvarez encontró en el Limay una sucursal del Olimpo griego

Adrián Moyano
Gregorio Álvarez encontró en el Limay una sucursal del Olimpo griego
La confluencia entre el Traful y el Limay. (Foto: Tony Romano)
La confluencia entre el Traful y el Limay. (Foto: Tony Romano)

El estudioso neuquino describió al río en uno de sus libros y para hacerlo, se valió de numerosas imágenes con anclaje en la cultura grecorromana. También lamentó “los dramas de los hombres” que aquí se produjeron.

Gregorio Álvarez introdujo una descripción del río Limay en su libro “Donde estuvo el paraíso. Del Tronador a Copahue”, al que publicó en 1960. Su relato recurre con notable insistencia a comparaciones con la mitología grecorromana y sus seres, a la hora de describir las volteretas del emblemático curso de agua y las formaciones pétreas que sobre todo, son características del paraje que conocemos como Valle Encantado. A 13.000 kilómetros de la península helénica…

Así arranca el poético recorrido que plasmara en el papel el regionalista neuquino: “El río Limay emerge del lago Nahuel Huapi (el nombre del lago está en itálica en el original) encrespando con firmeza su nervión (sic). Acrecienta en cien metros más vigor y se encaja en la garganta que en vano le quiere sujetar. Ya tendrá tiempo de aplacar sus ímpetus al explayarse sobre la llanura pálida y sedienta. Ella también lo necesita porque sin su presencia se agostaría en tantálico suplicio”. Primera influencia, en este caso, griega… Según el relato mitológico, Tántalo fue hijo de Zeus y Pluto, una ninfa. Rey de Frigia en el Asia Menor, fue confinado al Tártaro –sitio más profundo del inframundo- al haber cometido una falta que ofendió a los dioses. Álvarez recurrió a su pésimo destino para graficar qué sería del Alto Valle sin el aporte del Limay.

“¡Cuánto no diera ese río de líquido cristal, porque en su marcha le siguieran las frondas que en su lecho materno conoció! ¡Y cuánto por ver de nuevo a las tribus que a su vera se acunaron!”, continúa la descripción del escritor. “Pasado el anfiteatro, en cuya arena deja el halago de sus ondas frescas, se escurre de nuevo hacia las bardas que le oprimen para formar remansos. En ellos, las nereidas de bronceadas formas, deben distraerse cantando, mientras brille el nácar de los plenilunios”. Segunda influencia, también helénica… Las Nereidas eran las 50 hijas de Nereo y Doris, consideradas ninfas del mar Mediterráneo, que habitaban en sus profundidades. Sin embargo, solían aparecer en la superficie para ayudar a marineros en problemas, entre ellos, los famosos argonautas. Las Nereidas simbolizaban la belleza del océano y formaban parte del séquito de Poseidón, precisamente, dios del mar.

Mil titanes

Al volver al Limay, Álvarez consignó que “a poco, júntase con el Traful, para abrillantar el fondo de esa hondonada que, por las sugerencias de la piedra, la fantasía complácese en llamar Valle Encantado y sigue su curso hacia las pampas en busca del arrimo del Neuquén”. De aquí en adelante, la imaginación del investigador se hizo un festín grecorromano. “En lo alto de los filos conmúevense mil formas, acaso mil titanes metamorfoseados en expiación de quién sabe qué vilezas. Ahí están, asomándose al valle y los ríos en actitud de extravagante expectación”. Tercer paralelismo… La primera mención a los titanes puede encontrarse en la “Teogonía” de Hesíodo, poeta e historiador que según se supone, vivió en el 700 AC.

Inicialmente, eran 12 aunque en escritos posteriores, fueron 13 por el desdoblamiento de una titánide, es decir, una titán mujer. Fueron los antecesores de los dioses y gobernaron el universo durante una legendaria Edad de Oro, hasta que una insurrección guiada por Zeus, terminó con su predominio.

Después de mencionarlos, Álvarez incluyó referencias a la escultura y la arquitectura, siempre griegas. “Más allá, formando frisos cuya contemplación espeluzna, cariátides de faz atormentada, tienen por castigo mantener la verticalidad de los paredones y hacer pendant (itálica en el original) a otras figuras que yérguense a su frente”. Originalmente, una cariátide es una figura femenina que está esculpida con gran belleza pero que cumple funciones de columna y una especie de tabla de material que se ubica sobre su cabeza. Las más famosas son las del Erecteión, uno de los templos que sobresale en la Acrópolis de Atenas. Pero cuando se impuso cierta estética arquitectónica, las cariátides se replicaron en buena parte del mundo, inclusive Buenos Aires.

Aquellas “otras figuras” de Álvarez “semejan monstruos antediluvianos que, furibundos, levantaran sus belfos hacia la azul inmensidad. Ante ellos, tal vez algún centauro que escapara indemne a la furia y a la flecha de alguna Diana huilliche, haya volteado en un corcovo a la ninfa raptada que no pudo mantenerse en su grupa. ¿Represalia por su femínea rebeldía?”. Por su acogida en la cultura popular, los centauros son bien conocidos: criaturas con la cabeza, los brazos y el torso humanos, pero cuerpo y patas de caballo. Según los antiguos relatos griegos, vivían en Tesalia. Y Diana es la primera referencia a la mitología romana a la que recurrió el neuquino, en cuyo panteón figuraba como diosa de la caza. Mujer virgen, era protectora de la naturaleza y de la Luna. Su equivalente griego era Artemisa, aunque se dice que su culto se originó en la actual Italia. Y “huilliche” significa “gente del sur” en idioma mapuche.

Brujas

“Ahora se ven los cabezales del recado que invita a cabalgar. Es el llamado Recado Chileno, pero es silla de mujer”, continúa el recorrido del autor.

“Esfinges, columnatas, torres y castillos, encienden la imaginación sugiriendo embrujamientos de aquelarre”. En este caso, Álvarez dio un salto de varios siglos en sus invocaciones históricas, ya que el aquelarre se asocia en la Edad Media, a la supervivencia de ritos paganos de origen precristiano. Una reunión de brujas o brujos, claro.

Las líneas siguientes insisten con la atmósfera medieval. “Hácenle cortejo al maremágnum, ogros y vigías que avizoran lontananzas donde otrora se incubaron la ansiedad y el miedo. Y en frente de dantesco laberinto, enhiesta hacia los cielos, se levanta una inmensa catedral; y más allá, severo en su majestuosidad, también un risco vertical cuyo nombre es Dedo de Dios”. Si bien la palabra forma parte del castellano, maremágnum proviene del latín –idioma oficial en el imperio romano- y significa simplemente, “mar grande”.

“Ambas formaciones, destacándose en ese antro de seres transformados en piedra, dédalo inconmovible y producto de una maldición como la que sufrió la bíblica Gomorra, señalan el único derrotero para la humanidad carente todavía de sana dirección”, continúa el periplo de Álvarez. Aquí vuelve el texto a las invocaciones helénicas: Dédalo fue el arquitecto que diseñó el laberinto de Creta, aquel que albergó al Minotauro. También fue padre de otro personaje célebre de la mitología griega: Ícaro. Está claro que en este caso, el neuquino hizo uso de “dédalo” como sinónimo de laberinto. En tanto, la mención a Gomorra proviene de la tradición judeocristiana: fue la ciudad destruida por Dios junto con Sodoma, por las perversiones que practicaban sus habitantes. Por su parte, arqueólogos sostienen que desaparecieron paulatinamente después de un terremoto que asoló el mar Muerto, en el 4.000 AC aproximadamente. Por entonces, ni judíos ni griegos sabían de la existencia del anciano Limay y su hermosa cuenca.

El estudioso neuquino.

“Faltó la amalgama”

Para insinuar una amarga reflexión en su escrito, Gregorio Álvarez abandonó los paralelismos grecorromanos y desde sus convicciones, lamentó los sucesos que tuvieran lugar en el Valle Encantado y espacios adyacentes. “El viajero no puede, en su apresuramiento habitual, gustar en pleno la emoción del paisaje, ni evocar la epopeya que se desarrolló en esa hondonada propicia a las correrías del huilliche bravo y altanero; pero la mente piensa que si los riscos que la enmarcan pudieran hablar, nos contarían cómo fueron los cataclismos que les dieron forma; cuáles también los dramas de la naturaleza y de los hombres a lo largo de las centurias y los afanes de las dos razas que se entrechocaron en contiendas de la idea”.

Prosigue su crítica: “verdad fue que por un lado se esgrimieron lanzas, recurso y arma del bárbaro amparado en la fuerza y en el número y por el otro la cruz, símbolo de la razón sustentada en los principios de Jesús, pero faltó la amalgama necesaria que hiciera la concordia que proclama Dios”, cuestiona con suavidad el escrito del historiador neuquino, hijo de madre indígena.

Adrián Moyano

Te puede interesar
Ultimas noticias