28/06/2020

Sentimientos encontrados en una Bariloche nevada

Christian Masello / Fotos: Facundo Pardo
Sentimientos encontrados en una Bariloche nevada

Siempre, ante cada nevada, están los que festejan y los que reniegan. La ciudad se tiñe de blanco.

Luego llegará el barro, esa mezcla de tierra y agua fría en retirada ante un sol impiadoso.

En los rincones, amparada en la sombra, permanecerá la escarcha.

Antes estaban las quejas por los resbalones, la ropa que se mojaba, las dificultades para deambular en vehículo… El gimoteo permanente del residente que parecía nunca terminar de comprender que la localidad se encuentra a una distancia considerable del Caribe, y que esos copos que caían no eran más que la expresión visible de que este es un sitio cobijado por la cordillera de los Andes.

Estaban, también, los buenos augurios, porque el petróleo blanco llamaría la atención de los foráneos necesitados de ese combustible, y con ellos llegarían las compras en los negocios de la calle Mitre, las salidas a los restaurantes, el alquiler del atavío adecuado para ir al cerro Catedral, la vuelta obligada en la confitería del Otto, los deslizamientos a bordo de culipatín en Piedras Blancas, las subidas en aerosilla al Campanario, la multiplicación de las ofertas de cajas con bombones, los carteles que ofrecían chocolate caliente al paso, etcétera, etcétera, etcétera…

Esta nevada trajo, una vez más, las caídas involuntarias al pisar confiados en un suelo traicionero, la indumentaria humedecida, las patinadas de los autos… Los lamentos de los pobladores que nunca terminan de enterarse que el paralelo del ecuador está bastante más al norte, y parecen deseosos de ponerse la malla cuando lo mejor sería pensar en trajes térmicos…

En cualquier caso, este año, lo que la nieve no trajo es el pronóstico de todo vecino esperanzado en el arribo de visitantes, prometiendo una temporada próspera.

Varios locales de souvenirs de la Mitre están cerrados o con respirador artificial; los establecimientos gastronómicos aguardan el milagro del permiso para que sus salones vuelvan a sentir el calor humano; las prendas impermeables de alquiler duermen una siesta obligada; el Catedral echa de menos los trazos del andar de los esquiadores; la confitería del Otto no corre peligro de marearse y se asemeja a una estatua edilicia en el pico del cerro; Piedras Blancas extraña los deslizamientos raudos en las pistas; las sillas del Campanario aguardan inertes en el aire; los bombones añoran cuando eran obsequios destinados a enamorados que esperaban más allá de las fronteras barilochenses; el chocolate caliente se entibia en una espera sin fin...

Los niños que en sus casas tienen patio aprovechan para arrojarse en el colchón nacarado y disfrutan de la naturaleza glacial.

Otros, con permiso de sus padres, se aventuran a lanzarse en una calle empinada sobre algún objeto plástico que facilite el mini-viaje.

Pero la gran mayoría de los chicos se conforma con ver la nevada a través de la ventana, ya que cumple con la cuarentena y aguanta el encierro a pesar de que desearía corretear por ahí, armar muñecos, arrojar bolas…

“Mamá, papá… ¿en la nieve también está el coronavirus?”, pregunta un nene, afligido.

Y los progenitores se miran entre ellos y no saben qué responder…

Los colectivos marchan en horarios más espaciados que los habituales; los vehículos que circulan -a pesar de que todo indica que sería mejor dejar que los coches descansaran en el garaje- tienen que utilizar cadenas en los neumáticos; algunas rutas permanecen cerradas y otras se habilitan con turnos restringidos; se suspenden los servicios de recolección de residuos…

Pero hay familias para las que esos datos son meras trivialidades. Personas que seguramente no leerán este artículo, porque al momento en que el diario salga estarán preocupadas en impedir que el frío continúe colándose entre las chapas -o incluso el nylon- que conforman la pared de su vivienda precaria.

La vida, en ocasiones, suele ser cruel.

Lo que para algunos es divertimento se plantea como desasosiego para otros.

Aquel anciano que vive en la zona céntrica, en un departamento que le ha servido como retiro en la vejez, a buen resguardo de la inclemencia climática, observa –dentro- la heladera semivacía, y -fuera- la nieve acumulada… Se pregunta, entonces, cómo hará para ir a buscar algo para comer, porque no tiene ningún pariente que pueda auxiliarlo.

La nevada endulza la existencia de algunos y avinagra la de otros.

Siempre fue así, pero la realidad actual, con las dificultades imprevistas que estos tiempos trajeron, deja esa verdad al desnudo, expuesta en forma impúdica.

Están los que guarecen su alma en eso que ven como una bendición blanca, y de esa manera escapan por unas horas de la angustia provocada por algo llamado COVID-19, que a estas alturas ya se nombra como un vecino de malos modales que estuvo aquí toda la vida, cuando en realidad solo hace unos meses que arribó, pero, por más que el consorcio pretende expulsarlo, insiste en quedarse, compra muebles y se acomoda en el sillón.

Y, también, se hallan los que desesperan y observan los copos que no cesan como una calamidad que se suma a las habituales: el hambre, la falta de trabajo, los bolsillos vacíos… El panorama bíblico de las plagas de Egipto se acerca impetuoso en una versión moderna.

Lo irrefutable es que la nieve llegó, con sus luces y sus sombras.

El mundo austral continúa su danzar, y, en el girar, los barilochenses recuerdan cuando mirar nevar se traducía en sueños de buenaventura, con la expectativa de que llegara eso que… ¿cómo se llamaba? ¡Ah!, ¡sí!, turismo le decían.

Christian Masello / Fotos: Facundo Pardo

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