EN PRIMERA PERSONA

| 14/06/2020

Malvinas: una historia de búsqueda y amistad de dos veteranos de guerra

Malvinas: una historia de búsqueda y amistad de dos veteranos de guerra
Su vida cambió con Malvinas.
Su vida cambió con Malvinas.

Por Víctor Alejandro Olivera*

Ingresé la Escuela de los Servicios para Apoyo de Combate “General Lemos” el 16 de febrero de 1981 para realizar una carrera de Enfermería que duraría 2 años, pero la guerra de Malvinas cambió todo y egresé con tan solo 1 año de estudio, el 7 de abril de 1982.

Fui destinado al glorioso regimiento de Infantería 8 “General O’Higgins” con asiento en Comodoro Rivadavia, pero cuya unidad ya estaba instalada en Malvinas.

Llegué a Puerto Argentino el 11 de abril de 1982, alrededor de las 12 del mediodía. Poco sabía de enfermería y poca instrucción militar tenía. Así que luego de un día de estadía en Puerto Argentino nos subieron en un helicóptero y desembarcamos en un lugar llamado Boca Hause, en las proximidades de Darwin. Éramos un grupo de jóvenes llenos de vida. Por el momento me habían asignado a la 3ra sección de la Compañía de Infantería “C” del Regimiento 8 a las órdenes de un muy joven oficial, el subteniente Aliaga.


Víctor Alejandro Olivera.

Ya estaba en ese lugar con mi grupo presto a realizar mi posición de combate cuando recibí otra orden superior; debía abandonar ese grupo y trasladarme a otro lugar. Así que con angustia en mi corazón me despedí de quienes nos habíamos hecho compañeros. Después de la guerra supe lo que les pasó a ellos, ya que en esa zona aledaña donde estaban mis amigos, Goose Green, Boca Hause y Darwin se libraron batallas muy sangrientas, y muchos fueron intensamente mutilados por los impactos de los proyectiles y otros muertos y heridos conjuntamente con otras unidades cercanas. Sufrí mucho cuando lo supe.

Me trasladaron nuevamente en helicóptero hacia mi destino final, Bahía Zorro en isla Gran Malvina, llegando el 13 de abril de 1982 con el resto de la unidad del Regimiento 8 un día gris, húmedo y muy frío.

Ahí debía desempeñarme como enfermero en la Compañía de Infantería A.

Primero nos instalamos en una especie de galpón tipo taberna donde dormíamos con los integrantes de la compañía. Era un lugar que usaban los kelpers para reuniones de distracción y juegos ya que tenían juegos de dardos, una mesa de pool y otras cosas más. Ahí comencé mi trabajo de enfermería rudimentaria, mientras construía mi posición en un lugar alejado del pueblo. Debajo de la turba malvinera había piedras y lajas por lo que cavar esa posición era muy difícil, pero lo logramos junto con un compañero soldado.

Mi primera ayuda fue a un joven soldado que se había enterrado la punta de un hierro en una pierna cavando y haciendo su posición de combate. Lo llevamos al puesto central de enfermería donde fue revisado por el médico de la unidad. El profesional lo miró con cara de asombro e hizo un gesto con la cabeza como diciendo “qué macana, esto no está bien”. Entonces le preguntó al soldado si era alérgico a algo y el soldado le dijo que no. Me apartó hacia un costado y me dijo “esa pierna está en mal estado y es posible que debamos amputarla”. Yo le pregunté “¿qué otra posibilidad hay?, mi teniente primero, mírelo está con mucho dolor y es un niño”, (y yo también lo era). Entonces me dijo: “hay que cuidarlo día y noche y administrarle medicamentos, pero él está en un pozo y es probable que se le infecte más. Hay que tener mucho cuidado porque si la infección le llega a la sangre, se va a morir. Por eso si no responde es posible la amputación”.

Me asusté mucho por temor a que algo le pase a ese soldado. Yo era un recién llegado y tenía que cumplir órdenes de asistencia a todos los integrantes de la compañía “A” por lo que también el descansar me sería casi imposible. Pero no dudé y le respondí: “Mi teniente primero, yo me voy a hacer cargo del soldado para que su vida no corra peligro y que su pierna no sea amputada”.

Entonces el médico me dio las indicaciones que constaba de penicilina y analgésicos (como el famoso Aspisan de 500mg), y curaciones muy exhaustivas. Me lo llevé y se quedó conmigo a mi lado en mi puesto de combate y asistencia.

Le hice una especie de internación vigilada porque lo acobijé donde yo descansaba, y allí se quedó cumpliendo las indicaciones al pie de la letra.

Debía administrarle inyecciones muy seguidas y darle calmantes porque le dolía mucho. A esto se le asociada curaciones de dos a tres veces por día.
Día y noche lo cuidaba porque volaba de fiebre. Pero yo también debía estar para la atención del resto de los soldados y personal de cuadros de la compañía.

Como a mitad de la semana recuerdo que tenía la pierna entre pálida y morada y estaba tan infectada e hinchada que parecía un globo. Entonces al realizarle una de las tantas curaciones, de repente comenzó a salirle una gran cantidad de pus y sangre que llenamos casi una pequeña vasija. Su fiebre comenzó a descender y esa noche pudo dormir bien. Al pasar los días su estado iba mejorando y al final, gracias a Dios, su pierna se salvó y no se la amputaron.

Luego pudo volver a su posición de combate y se desempeñó como todo soldado héroe que defendió nuestras islas.

El final, la guerra terminó. Yo seguí mi camino, yéndome de baja del Ejército, y el soldado siguió su vida. No nos vimos más pero a mí me quedó grabado a fuego aquel soldado y su cara de temor ante la posibilidad de que se quedara sin una pierna. Nunca más supe de él. Hasta que aparecieron las redes sociales y entonces en el año 2017, comencé a buscarlo por todos los medios, primero en Facebook y después a través de contactos de soldados y suboficiales que estuvieron en el regimiento, pero sin tener suerte. Siempre que recordaba Malvinas, recordaba a aquel soldado y Dios sabe que es así.

De repente y sin que yo lo haya solicitado el viernes 5 de junio del 2020 me agregaron a un grupo de WhatsApp de gente que había estado en el regimiento. El sábado 6 decidí escribir esta leyenda en el grupo de WhatsApp “Buen día muchachos. Ando buscando un soldado de la compañía A que le salvé la pierna de que se la amputaran en Malvinas. Lo curaba día y noche y le aplicaba antibióticos. Si alguien sabe de él o cómo se llamaba el cabo que lo llevaba para que yo lo atienda y si se acuerdan de su nombre para poder ubicarlo. Por favor si alguien me ayuda”.

Inmediatamente me contestó un exsoldado y me dijo que lo que yo contaba, concordaba con lo que a él le había sucedido. No perdí más tiempo y lo llamé y por fin era él. Nos fundimos en emociones y recuerdos y se nos “piantó un lagrimón” ambos dormimos poco y al otro día nos volvimos a hablar y comenzamos a sellar una amistad que, sin saberlo, comenzó hace 38 años.

Aquel niño de 18 años se llama David Eloy Abati, soldado clase 1963. No le quedaron secuelas físicas y su pierna funciona a la perfección. Solo algunos recuerdos y sucesos que fueron un poco tristes. Goza de buena salud, formó una hermosa familia que lo contiene, ama y lo apoya en todo. Hoy es criador de caballos criollos y vive en Río Cuarto, Córdoba.

Yo, el otro niño también de 18 años, de nombre Víctor Alejandro Olivera. Fui cabo en comisión enfermero en Malvinas. Hoy mi vida ha cambiado rotundamente después de la guerra. Estoy casado. Mi mujer se llama Valeria y tengo una hija llamada Victoria de 10 años de edad. Soy de profesión médico oftalmólogo y vivo en San Carlos de Bariloche, Río Negro.

En aquel abril de 1982 fui un pequeño adulto sin nada en la vida pero Malvinas cambió todo y aquel recuerdo quedó grabado en mi corazón para siempre.

Al reflexionar pienso que Dios escucha nuestras oraciones y la responde a su tiempo y todo lo que sea de bien entre los seres humanos, nuestras plegarias llegan para hacerse realidad. Hay una frase en la Biblia que siempre la llevo conmigo y dice así: “Todo lo que digas con tu boca será hecho”.

*Veterano de Malvinas y médico.

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