OTRO APORTE DE ADA MARÍA ELFLEIN

| 28/03/2020

En 1916, el camino a Neuquén iba por Pilca, Comallo, Laguna Blanca y Mencué hasta Senillosa

Adrián Moyano
En 1916, el camino a Neuquén iba por Pilca, Comallo, Laguna Blanca y Mencué hasta Senillosa
Los autos que se animaban a la estepa.
Los autos que se animaban a la estepa.

En el otoño de aquel año, la única mujer que saludan las calles céntricas de Bariloche unió en auto el Nahuel Huapi con la capital del territorio nacional vecino. Postal añeja que, indirectamente, demuestra cómo cambiaron geografías y economías.

En 1916, unir Bariloche con Neuquén en automóvil demandaba dos días de polvoriento viaje. El trazado de la ruta no coincidía con el actual, ya que choferes y viajeros partían muy temprano desde aquí por la Ruta Nacional 23 del presente, a través de Pilcaniyeu y hasta Comallo. A partir de allí se enfilaba hacia el norte para cruzar Laguna Blanca y Mencué, donde se hacía escala. El trayecto se reanudaba al día siguiente por la “travesía”, hasta cruzar el Limay gracias a una balsa que operaba en Senillosa.

Sabemos de ese recorrido gracias a los escritos de Ada María Elflein, quien –como indicamos ediciones atrás– conoció esta ciudad en el otoño de ese año. Sus crónicas están agrupadas en “Impresiones de viajes. Mendoza. Tucumán, Salta y Jujuy. Patagonia. San Luis y Córdoba”, libro que publicó Los Lápices Editora. Un ejemplar del volumen está en manos del que firma gracias a la gentileza de Librería La Barca.

La joven periodista se despidió de Bariloche con emociones encontradas. “Llegó una mañana de impresiones a la vez melancólicas y gratas: melancólicas, porque era preciso decir adiós a la región de incomparable encanto donde durante varias semanas nos habíamos saturado de bellezas; y gratas, porque frente a la puerta del hotel nos saludaba con su alegres crepitaciones y chasquidos, nuestro amigo el automóvil, dispuesto a conducirnos de nuevo a través de centenares de kilómetros de tierra patria, en dirección a nuestro hogar”, consignó.

Se ve que la empresa en cuestión no contaba con un plantel muy amplio. “Comprobamos que era el número 3, el mismo coche en que hiciéramos el viaje de Zapala a San Martín, y ese solo detalle nos dio la sensación de dominio y de seguridad indispensables para eliminar cualquier sobresalto”.

Con esa familiaridad, “ocupamos, por tácito convenio, los mismos asientos que entonces habíamos ocupado, y nos acomodamos en ellos como quien se instala en casa en su rincón favorito. Esta vez debíamos pasar bajo la capota gris del automóvil dos días enteros y recorrer 485 kilómetros. ¡Las distancias en la patria argentina!”, comentaba Elflein.

Después de las despedidas, empezó la aventura. “La fiebre de la marcha arde otra vez, y con júbilo aspiramos el viento fresco que levanta el automóvil en su camino. Sentimos, vibrando también, las vibraciones del poderoso motor, cuando arranca cuesta arriba con un bordoneo grave como un rezongo que luego se define en una nota clara, larga y sostenida. Cruzamos el río Ñirehuau y dejamos el Limay a la izquierda. Poco después entramos otra vez en las sierras pardas o bayas, donde los insignes escultores de la naturaleza, aguas, vientos e hielos han labrado fantasmagorías: fortalezas almenadas con baluartes y torreones, obeliscos, árboles y animales heráldicos”.

Ruca Cura

Después de extenderse en descripciones sobre las formas pétreas que caracterizan el tramo, la de Buenos Aires dio con una “casa de piedra”, terminología que todavía se utiliza en Línea Sur para designar viejos aleros o cuevas. “Más adelante encontramos un inmenso bloque en forma de herradura, de techo plano; un portal abovedado da entrada a una negra caverna, delante de la cual un corral de espinas y piedras indica que allí se han instalado algunos habitantes”.

“La huella no se distingue”, llegó a consignar Elflein, en cuyos escritos no aparecen signos de zozobra. “A mediodía llegamos al pueblo de Pilcaniyen, empalme de las líneas de automóviles entre Neuquén, Bariloche, 16 de Octubre y Chubut. Está asentado en el fondo de un valle rodeado de tétricas sierras rojas, erizadas de matas de pasto duro y dispuestas en anfiteatro […] Ya no vemos aquí las graciosas construcciones de madera de la frontera chilena. Todos los edificios son de adobe enlucido; y no hay nada más triste que el blanco crudo de la cal contra ese cielo de desierto, azul y duro como una cúpula de cobalto”.

Entendemos que la cronista se refería al emplazamiento actual de Pilca Viejo. Anotó: “Pilcaniyen, a pesar de esa nota de tristeza, es un centro comercial y ganadero de importancia. Se halla en el radio de la compañía de Tierras del Sur Limitada, poderosa sociedad inglesa, dueña de leguas y leguas de campo aquí donde los pobladores indígenas no poseen ni un metro de tierra. El tráfico de pasajeros que van y vienen en los automóviles, constituye otro elemento de vida”.

Faltaban 18 años para la llegada del tren a las orillas del Nahuel Huapi. “Mientras almorzábamos, llegó el coche de Chubut con numerosos viajeros.

Pilca Viejo en 1915.

Los que seguían para Bariloche o 16 de Octubre (Trevelin – Esquel) debían esperar en Pilcaniyen la combinación; los que se dirigían a Neuquén partieron una hora después en el mismo coche que habían llegado”. En los escritos de Elflein, el nombre de la vecina localidad siempre aparece con “n” al final, en lugar de la “u” de nuestros tiempos.

Con aquel que llegara del sur, “dos fueron pues, los automóviles que se pusieron en marcha a las 2:30 de la tarde, ambos totalmente ocupados, lo que da la idea de la importancia que reviste este servicio de comunicaciones recientemente inaugurado". Después de abandonar el pueblo, “aquí y allá veíamos casas de comercio; algún rancho miserable; construcciones de adobe con muros sin vanos, como fortalezas: un alfalfar color esmeralda en el marco gris del arenal y sobre el que revoloteaban millares de gorriones”.

La periodista también escribió de otra manera a la localidad siguiente. “Antes de llegar a Cumallo atravesó la máquina un vasto juncal completamente liso donde se lanzó a toda velocidad por la huella recta, sintiendo al parecer, como nosotros, el acicate del vértigo. Cruzamos varias veces un río de curso tortuoso, de barrancas altas, escarpadas y arenosas. Sobre el caudal del río hállase en construcción un puente”. Lamentablemente, en el presente el río Comallo, apenas si es un hilito de agua.

Noche en Mencué

La obra inspiró a la viajera una reflexión. “Nosotros, en la capital, poco nos cuidamos de semejantes cosas: el lector de diarios que tropiece con la noticia de la inauguración de un puente sobre el río Cumallo, buscará quizá un instante en su memoria ese nombre geográfico y si no da con él, pasará con indiferencia al próximo artículo. ¡Un puente cualquiera sobre un arroyo cualquiera en la inmensidad del territorio argentino! Poco sabe el lector de lo que significa semejante obra para el poblador de la remota región: paso seguro en toda época del año por un curso de agua molesto siempre, infranqueable a menudo; ahorro de tiempo y de dinero, eliminación de inconvenientes y peligros; un progreso de imponderable valor para arrancar su aislamiento a núcleos de población esparcidos por nuestro suelo”.

Ada María Elflein no se detuvo a describir a Comallo -la localidad- y tiempo después, “llegamos al poblado de Laguna Blanca, donde en grupos interesantes vimos perfiles caucásicos y bronceados rostros indígenas. […] Nuestro destino aquella noche era Mencué, punto del cual nos separaban al decir del ‘chauffeur’, ‘unas cuantas leguas’. Sabíamos ya por experiencia, que ‘unas cuantas leguas’ podía significar lo mismo que diez; en este caso, se acercaba más a diez que a cinco”.

Ingreso a Mancué hoy.

Nótese el peligro que acechaba aquel andar. “Nuestro conductor no encendió los faroles, declarando que su luz, al mezclarse con la de la luna, resultaba demasiado engañosa. En cambio, el auto que nos seguía había encendido los suyos y corría detrás de nosotros como una fiera jadeante con ojos de fuego”. Esa fue la tónica “hasta que vimos brillar en el tenue crepúsculo lunar que llenaba el fondo del valle las luces de Mencué”.

Encontró la porteña que “las comodidades que hallamos en esa última noche de viaje fueron idénticas a las que habíamos encontrado en la primera, camino de Junín de los Andes: modestísimas, pero no despreciables”. A las 7:30 de la mañana siguiente se reanudó el viaje. “El paisaje se tornaba cada vez más árido y melancólico; se sentía la proximidad de la travesía. Sin embargo, hay bastante población: casas de comercio, propiedad de turcos, italianos y españoles; ranchos o casuchas grises, plantados en medio del erial como bloques erráticos, sin motivo aparente para no hallarse cien metros más arriba o doscientos más abajo, con un corralito, un pozo y unas cuantas estacas clavadas en el suelo, abrumadores en su melancolía y desnudez, que ni una ramita, ni una enredadera, ni hortaliza, ni florecilla alegra con su frescura. ¡Cuán lejos estamos del lago!”, lamentaba la joven Elflein. Esa noche, pudo descansar en Neuquén.

Adrián Moyano

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