DESMENTIDA AL CENTRALISMO HISTÓRICO PORTEÑO

| 31/01/2020

Los caballos patagónicos no vinieron del Río de la Plata

Adrián Moyano
Los caballos patagónicos no vinieron del Río de la Plata
Gaucho patagónico y su caballo.
Gaucho patagónico y su caballo.

Una minuciosa investigación hecha 36 años atrás, arriesga que la dispersión equina en la región se originó en la malograda expedición del obispo de Plasencia al Estrecho de Magallanes, desde 1540.

El relato que suele asumirse como válido presenta algunos claroscuros: el caballo se habría generalizado en el actual territorio argentino –inclusive la Patagonia- desde Buenos Aires, a partir de los ejemplares que trajo la expedición de Pedro de Mendoza en 1537. Pero esa hipótesis no explica cómo es posible que relativamente poco tiempo después, aparecieran jinetes indígenas sobre la costa norte del Estrecho de Magallanes.

Planteó la duda Manuel Llarás Samitier en la “Revista Patagónica”, edición julio-agosto de 1984. Se trata de la brillante publicación que tuvo como director a Antonio Torrejón, cuyo fallecimiento lamentáramos muy recientemente. En tanto, el autor del texto fue historiador regional y escritor.

Escribió “Rumbo a la Patagonia, reino de lo desconocido” y una biblioteca popular lleva su nombre en Puerto Santa Cruz.

Para arrancar, el repaso recurre a una observación que plasmara Carlos Darwin en el tomo I de “Diario de viaje de un naturalista alrededor del mundo”. Éste citaba a un colega, para quien “en tiempos de Sarmiento –se refería a Sarmiento de Gamboa- (1580) estos indios tenían arcos y flechas, que ya no usan desde hace tiempo: poseían también algunos caballos”. Los “indios” en cuestión serían los aonik enk, es decir, los patagones del lenguaje decimonónico o los tehuelches meridionales de las clasificaciones del mismo período. El espacio bajo análisis, la costa norte del célebre estrecho.

Atento, planteó Llarás Samitier: “es un hecho curioso, la multiplicación extraordinariamente rápida del caballo en Sudamérica. Estos animales fueron desembarcados por primera vez en Buenos Aires en 1537, y habiendo quedado abandonada la colonia por algún tiempo, el caballo se hizo cimarrón.

En 1580, sólo cuarenta y tres años después, ya se lo ve en el estrecho de Magallanes”. La fecha encontró corroboración por parte de George Musters, quien anduvo por la actual Patagonia entre 1869 y 1870.

Ulrico Schmidl, el que contó los caballos en la expedición de Mendoza.

Jinetes muy australes

Anotó el marino, en referencia al corsario Francis Drake: “al año siguiente, en 1579, Pedro Sarmiento de Gamboa fue enviado del Callao para que explorara el estrecho en busca del intrépido inglés. Vio naturales que hacían sus correrías a caballo y volteaban la caza con bolas. Habían transcurrido ya cincuenta años desde que los españoles habían importado caballos, y los indios del extremo sur se habían hecho entonces jinetes y parecían haber cambiado sus arcos y flechas por las boleadoras”.

Para exteriorizar sus dudas sobre la proveniencia de los equinos, Llarás Samitier consultó la obra de Ulrico Schmidl, integrante y cronista de la expedición de Mendoza, quien consignó con precisión que fueron 72 los caballos que llegaron de España. Pero “el mismo Schmidl explica que algunos murieron, otros fueron sacrificados por los hambrientos españoles y otros fueron muertos por las hordas de salvajes que acosaban la colonia y finalmente provocaron su despoblación”.

Otro investigador que citó nuestro autor, Federio Oberti, expresó: “damos por cierto que los venidos en la fracasada expedición del primer Adelantado –se refiere a los caballos- fueron muertos por los naturales al defender lo suyo o perecieron sacrificados por el hambre de aquellos que tampoco supieron cabalgarlos”. ¿Entonces? Para complicar más las cosas, un mapa de 1530 que se atribuye a Sebastián Gaboto, incluye la ilustración de un caballo, seis o siete años antes del arribo del primer adelantado.

“Como no existen constancias de que quienes precedieron a Mendoza embarcaran caballos con destino al Río de la Plata, este documento sirvió para que algunos autores echaran a rodar la novedosa hipótesis de que el caballo autóctono no estuviera totalmente extinguido en la época que se inició la conquista de esta parte del continente”, comentó el columnista de “Revista Patagónica”.

Pero esa posibilidad no encontró sustento: “el análisis de los abundantes restos fósiles hallados en los paraderos prehistóricos de la Patagonia no permite sustentar esa creencia, pues demuestra que el primitivo caballo americano pertenecía a una especie totalmente diferente de los que, posteriormente, y en tan fabulosa cantidad, poblaron nuestras pampas a partir de la época de la conquista”, desestimó Llarás Samitier.

El autor trajo a colación observaciones de Estanislao Zeballos, quien sobre fines del siglo XIX estableció que al retirarse los españoles de Buenos Aires, “sólo quedaron abandonados siete caballos y cinco yeguas y en 1580, casi medio siglo después, cuando Juan de Garay repobló el Río de la Plata, encontró notablemente multiplicado este reducido plantel”. Añadía el periodista seguidor de Roca que si bien los equinos “ya se habían transformado en salvajes, todavía no abundaban en nuestras pampas, pues en 1582 no habían pasado más allá del río Salado”.

Otra de las cartas náuticas de Gaboto.

Desde el sur

Si bien es verdad que la primera expedición española que embarcó caballos hacia el actual territorio argentino fue la de Pedro de Mendoza, no es menos cierto que la segunda fue la que financió Gutiérrez Vargas de Carvajal, obispo de Plasencia, en 1540. Según las capitulaciones, ésta debía embarcar 80 caballos, 20 en cada navío. Por el oeste, fue Pedro de Valdivia el que ingresó caballos en la jurisdicción actualmente chilena, en el mismo año.

Para Llarás Samitier, aquellos caballos que observaron los europeos en el sur patagónico alrededor de 1580, no habían llegado desde las llanuras bonaerenses, sino de la costa norte del Estrecho de Magallanes. “La única explicación aceptable vendría a ser la que aportó Gonzalo de Alvarado, capitán de la única nave de la armada del Obispo de Plasencia que, tras muchas vicisitudes logró regresar a España”. Triste fue el destino de las demás integrantes de la flota.

Al desfondarse y encallar la nave capitana, “pudieron ver con los catalejos que la gente estaba a salvo en la tierra, atareada en desembarcar el armamento, las provisiones y las bestias de carga, es decir, los caballos que tenían a bordo”. Esos naufragios y sus sobrevivientes, dieron origen al mito de la Ciudad de los Césares, que desveló a los españoles de América en los dos siglos que siguieron.

Según el columnista, “en uno de los tantos trabajos que tratan sobre tan famosa leyenda, y que firma Marcelo Montes Pacheco, se lee, refiriéndose a los posibles fundadores de esa misteriosa ciudad: ‘Llevaban espadas negras –herrumbradas- sin vainas; arcabuces ya inútiles, y sus bestias de orejas largas, probablemente los restos de las ochenta cabalgaduras que debía traer Camargo –el hermano del Obispo de Plasencia- a la Patagonia según su capitulación con Carlos V”.

A efectos de este rescate de El Cordillerano, concluye el relato de Llarás Samitier: “de todos modos y transitando siempre por el terreno de las hipótesis, cabe suponer que esta gente logró sobrevivir durante bastante tiempo, y que hasta tuvieron tratos con los indígenas. Varias crónicas antiguas se refieren a dos sobrevivientes que reaparecieron años después en la ciudad de Concepción, en Chile, y contaron relatos fabulosos”.

“Todas estas informaciones relacionadas con la suerte corrida por la gente que quedó abandonada en el estrecho, explicarían la temprana aparición del caballo doméstico entre los tehuelches meridionales, y el porqué (sic) habían aprendido a utilizarlo tan rápidamente en sus correrías cinegéticas”, es decir, en sus cacerías. La pequeña aldea de Buenos Aires, quedaba a más de 3.000 kilómetros de distancia.

Incorporación ritual

Completaba el análisis de Manuel Llarás Samitier: “el padre Guillermo Furlong, que recopiló los diarios de los jesuitas que exploraron la costa patagónica en 1745, dice que el padre José Cardiel penetró unas treinta leguas hacia el interior de Puerto San Julián y halló una sepultura indígena sobre la cual se habían sacrificado cinco caballos. Los esqueletos, embutidos en paja y con sus colas y crines al viento, aún se hallaban en pie clavados cada uno sobre tres palos, frente a una rústica choza profusamente adornada con banderas de paños de varios colores”.

En sintonía con ese hallazgo, “en 1753, Hilario Tapary, protagonista de una peligrosa y extraordinaria aventura en ese mismo puerto, también ratificó que los indios que saquearon la factoría en que estaba dedicados al acopio de sal, llegaron montados en muy buenos caballos”. Prueba evidente de que los pueblos indígenas del sur patagónico, ya estaban completamente familiarizados con sus respectivas montas.

Adrián Moyano

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