30/11/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: La banda de Foster

EMOCIONES ENCONTRADAS: La banda de Foster

Florentino se había tirado a descansar un rato luego de almorzar. Salió temprano ese día, para arreglar el poste de una cancela en la parte de atrás del campo. Su casa estaba a unos metros del Limay, allí vivía, solo. La inminente llegada del otoño ya empezaba a pintar de amarillo algunas hojas de los sauces de la ribera, aunque todavía parecía no querer irse aquel verano del ‘28. Dejó la ventana abierta, para que circule aire fresco dentro de la casa. Lo despertó el ladrido de los perros. Apenas abrió los ojos, Florentino se dio cuenta de que algo no habitual estaba sucediendo; conocía el ladrido de sus perros, aquel no era por la presencia de otro animal. Esos perros eran su compañía, los conocía de sobra. De un salto estuvo en pie, instintivamente tomó el rebenque, que estaba colgado detrás de la puerta y salió al patio. Por sobre el ladrido de los perros le pareció escuchar el llanto de alguien, el sonido llegaba desde el río. No estuvo muy seguro pero parecía ser de un niño. Un silbido sirvió para que los perros comprendieran que no debían alejarse de donde estaban; Florentino intuyó que si era un niño quien estaba allí, podría ser atacado por los animales. No salía de su asombro, la casa más cercana era la de los turcos, que tenían el almacén de ramos generales a una legua de allí, también a la orilla del río, junto a la huella que iba para Bariloche. Tal vez sería un niño de la casa que se había perdido y lloraba asustado, por ahí se habría caído al agua. Unas cuantas conjeturas le apuraron el paso y lo pusieron algo tenso. Se acercó a la costa. Oyó ruido entre los árboles y la voz de una mujer consolando al niño, ella también lloraba. Florentino comprendió que aquello era algo grave. Instintivamente corrió en la dirección desde donde llegaban aquellos gemidos.

– ¡Eh! –gritó, como para recibir una respuesta.
–Acá por favor –alcanzó a oír la voz de una mujer.

Era doña Sofía, la esposa de Fortunato, uno de los hermanos dueños del almacén. Estaba metida hasta las rodillas en el agua, con una niña en brazos y llevaba a un niño un poco más grande de la mano; tuvo que meterse al agua por la espesura de la vegetación de la orilla (mas tarde Florentino supo que fue para guarecerse).

–Ayúdeme por favor –dijo la mujer, alcanzándole a la niña que llevaba en brazos.
–Vení –le dijo Florentino al niño, que seguía llorando.

La mujer respiraba en forma entrecortada, agitada, por el llanto y por la angustia. Miraba insistentemente río abajo, hacia donde estaba su casa.

–Escondámonos –dijo con desesperación– nos van a matar a todos.

Una vez dentro de la casa, Sofía trató de explicar lo sucedido.
–Eran cuatro hombres. Entraron al salón y le tiraron a todos los que estaban adentro –dijo la mujer sin dejar de llorar.

Florentino salió a la puerta y pensó en ir a ver qué sucedía en el almacén. También pensó en no dejar sola a la mujer con sus hijos. Miró el galpón, a unos metros detrás de la casa, ese sería un buen lugar para ocultarlos. Ingresó y le dijo a Sofía:

–Vengan, en el galpón van a estar más seguros.

Ella tomo en brazos a la niñita, el hombre hizo lo propio con el niño. Los llevó hasta el galpón.

–Quedensé acá –les dijo– voy a asomarme a ver qué pasa –concluyó.

Florentino ingresó a su casa y agarró su cuchillo, era lo único que tenía para defenderse.

Con sigilo, agachado entre las matas, se dirigió para el lado del comercio, a prudente distancia de la huella, presumió que si esos bandidos escapaban lo harían por allí. También evaluó la posibilidad de que se acerquen a su casa, no se veía desde la huella, pero si los perros ladraban iban a intuir que allí había una vivienda; más que nada por eso decidió dejar a la mujer en el galpón.

Oyó a lo lejos un tropel de caballos y casi al mismo tiempo un disparo. Se tiró al suelo, buscando amparo bajo una mata alta. El tropel fue cada vez más claro, otro disparo quebró el aire de esa tarde. A unos doscientos metros de donde estaba vio pasar a tres hombres al galope tendido y unos metros más atrás, siguiéndolos, un agente de policía. Apretó la cara contra el suelo, aplastándose, recién allí se dio cuenta de que estaba aterrado, sintió que le corría un sudor frío por la espalda y una sequedad en la boca lo obligaba a tragar insistentemente. Por suerte se alejaban de la casa, doña Sofía y sus hijos estarían a salvo. Dudó entre ir hasta el almacén o volver a calmar a la señora. Si había heridos en el local necesitarían ayuda, pero la presencia del policía lo llevó a intuir que ya se sabría de lo sucedido. Optó por volver a su casa.

Cuando ingresó al galpón no vio a la mujer, se había ocultado muy bien entre unos fardos de pasto y una pila de cueros.

– Salga señora –dijo en la penumbra del lugar– ya se fueron.

“Yo los vi por la ventana del costado cuando llegaron. Fortunato y el hermano estaban adentro, con un cliente. Escuché unos gritos y me asomé por la puerta de la cocina, que estaba entreabierta. Uno de los hombres lo tenía encañonado a Fortunato y otro sacaba cosas de los cajones del mostrador. Más atrás estaba un hombre que yo conozco, de acá, de la zona, andaba con ellos. Un cliente que estaba en un rincón quiso salir y ahí le tiraron, cayó cerca de la puerta. A Luis que estaba en la escalera también le dieron. Ahí fue cuando me metí a la casa y agarré a los nenes”. El relato de la mujer, interrumpido varias veces por el llanto, conmovió a Florentino, que luego de acomodarla en la casa junto a sus hijos, le dijo que iba a ir hasta el establecimiento para ver cómo estaba todo y recabar alguna información sobre el esposo de la señora y los demás.

Cuando llegó al lugar, Florentino vio que había un par de caballos atados y un policía, de apellido Yáñez, apostado en la puerta. Al ingresar confirmó lo que la mujer le había contado. Un cuerpo tirado, evidentemente caído de la escalera al ser alcanzado por un disparo, otro cerca del mostrador y el restante detrás. Era Fortunato, el esposo de Sofía, una mancha roja en el centro del pecho tapaba el blanco de la camisa que llevaba puesta. A Florentino le costó sostener la mirada en esos cuerpos que yacían sin vida. Había un silencio espeso en el local, solo quebrado por el crujido del piso bajo las botas de alguien que se desplazaba.

–La señora y los chicos están en mi casa –dijo Florentino, dirigiéndose a quien estaba cerca del mostrador, un comisario de apellido Martínez.
– ¿Están bien? –preguntó el uniformado.
–Si –contestó escuetamente.

Una señora que trabajaba en el lugar, lloraba en un rincón. Al ver al vecino se acercó para saber algo de su patrona. Fuentes, el poblador que llegó unos minutos después del hecho y dio aviso a la policía, se ofreció a acompañarla hasta la casa donde se encontraba Sofía, para que no estuviera sola.

Florentino vio entrar a Escobar, el agente que pasara detrás de los forajidos, disparándoles.

–Fue Foster Rojas –dijo, sin mirarlo, seguro de que quería saberlo.
–Te vi pasar desde la casa –le dijo.
– Si –contestó el agente– los seguí casi hasta el Carbón, abajo de lo de Mena, pero me quedé sin balas –concluyó.
–Doña Sofía dice que andaba con ellos un vecino que ella conoce de acá –continuó Florentino.
–Sí –afirmó el comisario.
–Seguel andaba con ellos –afirmó Fuentes.
–Dijo Lagos que hace unos días había gente extraña en lo de Seguel, deben haber sido ellos –concluyó Yáñez, que escuchaba desde la puerta.
–Seguel va a caer luego nomás –dijo Martínez– ese es cuatrero de acá nomas. Foster es pesado en serio –sentenció, meneando la cabeza.

Caía la noche cuando Florentino regresó a su casa. Lo salieron a recibir sus perros, a ellos tal vez les pareció raro verlo llegar de a pie. Los acontecimientos de ese día no le habían dado tiempo a ensillar su alazán, que ajeno a todo pastaba en el potrero. Le pareció una eternidad el tiempo transcurrido desde el mediodía, cuando se tiró un rato después de almorzar, y ese momento, de regreso en su casa.

Quedó para siempre en su memoria la pasada de Foster Rojas y su banda, quienes sembraron pánico y muerte por la región.

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