COBERTURA ESPECIAL DE EL CORDILLERANO

| 08/09/2019

Conmovedora liberación de seis nuevos cóndores en Sierra Pailemán

Edgardo Lanfré / Fotos: Facundo Pardo
Conmovedora liberación de seis nuevos cóndores en Sierra Pailemán

El sol de la mañana se asomó entre las nubes, tratando de arrancarle una sonrisa al frío del invierno, dio pleno en las rojizas piedras de la sierra y allá arriba, en la plataforma especialmente adecuada para la suelta, comenzaron a abrirse las jaulas. Poco a poco los seis pichones dispuestos para la liberación fueron asomándose. Cada uno de ellos tiene su historia: unos nacidos en zoológicos, otro incubado artificialmente y criado con asistencia de títeres de látex, otros encontrados heridos y llevados a Ecoparque para ser atendidos y recuperados. Cuando le llegó el turno a Paqarina, lo que menos pensó es que iba a estar su madre esperándola. De pichona fue encontrada, en el año 2015, caída de su nido y con una patita quebrada. Allí nació. Su madre, Wichi, fue liberada en la primera experiencia, allá por 2003, en el regreso de los cóndores a Sierra Pailemán, en Somuncurá, provincia de Río Negro.

“El retorno del cóndor al mar” es el programa que busca que los cóndores vuelvan a unir la cordillera con el mar. En esa zona de liberación se había extinguido hace 100 años y gracias al trabajo de quienes están ligados al programa, desde 2003, ya se llevan liberados 57 ejemplares, registrándose hasta el momento 9 nacimientos en ese hábitat.

Para nosotros, el equipo de El Cordillerano, esta experiencia comenzó el jueves 5 de septiembre. Hicimos el camino de los Andes al mar, ese que el cóndor (manke para el pueblo mapuche) cubre con su vuelo majestoso, señorial. Cubrimos ese kilometraje cruzando la Línea Sur por la Ruta 23, con lluvia, nieve y temperaturas bajo cero. La polvorienta huella de la meseta nos llevó hasta la base.

Allí armamos nuestra carpa, junto a otra gente llegada también para la ocasión. Casi al caer la tarde, arribaron los hermanos mapuches. Desde los cuatro rumbos, diferentes comunidades se hicieron presentes en ese lugar sagrado para ellos y al que, luego de recorrer y conocer, a uno no le quedan dudas de que así es. Se realizó una ceremonia de instalación de las banderas, donde se alzaría el rehue, para las ceremonias del día siguiente. Una gran fogata, donde dejar penurias y problemas, comenzó a arder en la noche helada. “Que el humo le lleve a nuestros mayores nuestras voces y nuestros mensajes” fueron las palabras de uno de los lonkos. Otra fogata nos reunió a degustar un guiso de lentejas que nos hizo olvidar por momentos del frío.

Con las primeras luces del día el llamado del kultrum nos convocó al rehue, para el ngilli purrúm. Allí estábamos todos, las camperas de pluma mezclada con los ponchos, los gorros de lana con las vinchas, los vaqueros con las bombachas gauchas, ciudad y campo, wincas y mapuches saludando al sol y a los cuatro puntos cardinales, liderados por el lonko Ignacio Choike Prafil.

Uno de los momentos más conmovedores fue cuando la gente de la tierra llamó al centro de la rueda a los integrantes del Programa de conservación del cóndor andino y al son de los kultrunes y ñorquines posaron sus manos sobre ellos, para darles newen y ungirlos con el espíritu del manke. “Te juro que sentí voces que me hablaban por dentro, que venían de otro tiempo” dijo Luis Jácome, presidente de la Fundación Bioandina y director del programa. La ceremonia concluyó con algunos purrifes cantando y bailando la danza del manke.

A media mañana nos dirigimos al lugar de la suelta, distante a unos cinco kilómetros de allí, que fueron cubiertos de a pie. El lugar elegido no fue al azahar. Cuentan que al llegar con aquel proyecto pidieron permiso al lonko Manuel Cayul para acceder al lugar y requerir el asesoramiento de cuál sería el indicado. Al ir recorriendo el terreno, el hombre tropezó con un trawil, esa piedra redondeada con la que se hacen las boleadoras, que dormía sobre el pecho de la tierra vaya a saber desde que tiempo. El hombre tomó aquello como una señal y dijo que ese era el lugar.

Entre los que habíamos llegado en los días previos y los que lo hicieron esa mañana había allí alrededor de dos mil personas, que como en una peregrinación por la vida y el hábitat natural nos hallábamos al pie de la sierra. La gente de Ecoparque, junto con periodistas y algunos niños de escuelas invitadas, subieron a la sierra dejándonos a los demás al pie, esperando el momento de la liberación.

Pailemán, de forma tan caprichosa, tan llena de misterios, como el de la cascada que se derrama cuando llueve y cuyas aguas dan forma a una mujer. Tantas otras cosas que a uno lo dejan asombrado, seguro de estar en un territorio pleno de magia. La sexta liberación, con seis cóndores a liberar, el mismo número que evoca desde su nombre el lonko Cayul; por ello se eligió un día seis. Finalmente llegó el momento. Se asomaron a la cresta de la sierra, allá arriba, todos los que iniciaron ese recorrido, los niños agitando plumas y soltándolas al aire, lo que para ellos fue una experiencia única, inolvidable. Ahí sucedió; cuando todo estaba dispuesto para abrir las jaulas apareció desde algún lugar del cielo, esa figura negra, con las alas extendidas, a la que algo de las nieves de todos los Andes se le ganó en parte del plumaje, ese planeo inconfundible, ese mensajero de todos los tiempos que vino a posar su tremenda estampa sobre una piedra cercana, como una pluma se posa suave sobre la piedra, con esa suavidad. Allí se quedó, a unos metros más debajo de donde estaban las jaulas. Era Wichi, la madre de Paqarina. Tres años después del accidente y posterior rescate de su cría, por algún mandato de la sangre o mensaje de los dioses, desde algún lugar de la extensión, llegó a presidir aquello y reencontrarse con su hija, su herencia.

Uno a uno fueron saliendo los cóndores pichones, estrenando su vuelo alrededor de la sierra y volviendo a posarse sobre ella, mirando a la distancia a esos seres que los observaban atónitos y emocionados. Paqarina esperó al último, dio un par de pasos, abrió sus alas, esperó a que llegara una brisa que cruzó el aire de la mañana, extendió sus alas para sentir que el viento, ese viejo amigo que la esperaba y se clavara en su sangre, que le recordara quién era, que su gran mensaje debía surcar los cielos y llegar allí donde nadie más llega. Y allá fue, a estrenar el vuelo, aplaudiendo el aire con sus alas y luego dejándose ir, planeando a un lado y al otro, su corazón habrá latido desbocado por el vértigo de la primera vez. Desde el jarillal un coro de calandrias se sumó al festejos; más allá, celoso, custodiaba un guanaco.

Qué raro que es el ser humano. Capaz de envenenar una oveja, por la que, al carroñarla, un buitre muera envenenado, matar de un tiro a un zorro para que después un cóndor se intoxique con el plomo de la bala y perezca. Y este otro, parado al pie de una sierra, con los ojos llenos de lágrimas, reparando errores, cuidando, dando vida.

Nos volvimos con el alma plena, habiendo sido testigos de algo de todos los tiempos, de cosas que están sincronizadas, que pertenecen a un plano al que no vemos, pero que cuando se nos hace presente nos confirma los misterios y la maravilla de estar vivos. Allí quedaron los integrantes del programa, siguiendo a los pichones con sensores satelitales para saber dónde descansan y llevarles el alimento, para cuidarlos y concluir toda la obra.

Largos meses de trabajo les quedan en ese campamento al pie de la sierra.

Wüñotuley pu mañke tufachi Pailemán llelfun mew…

Edgardo Lanfré / Fotos: Facundo Pardo

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