04/08/2018

La seguridad planetaria, en manos de criminales

Las potencias occidentales invierten buena parte de sus esfuerzos en hacernos creer que países como Irán o Corea del Norte constituyen una amenaza contra la humanidad. Sin embargo, no hace falta profundizar demasiado para constatar que, en realidad, la abrumadora mayoría de los muertos que se registraron, desde 2001 hasta ahora, en situaciones bélicas, no fueron consecuencia de los atropellos iraquíes, iraníes o coreanos.

Más bien, las centenares de miles de víctimas cayeron al resultar ultimadas por armas en poder de efectivos estadounidenses, europeos o israelíes. La propia CIA informó, años atrás, a un expresidente de su país que, en Irán, no había nada que se pareciera a un proyecto nuclear con finalidades bélicas. La historia enseña que fue el país que se pretende gendarme de la humanidad el único que utilizó, hasta el momento, armamento nuclear y, además, sobre blancos civiles.

Sin embargo, nadie en el Consejo de Seguridad o en la Unión Europea se atreve a exigirle a Estados Unidos que abandone sus programas nucleares de finalidades claramente bélicas. Ni siquiera se investigó si, efectivamente, en las dos invasiones a Irak, los agresores usaron o no bombas de uranio empobrecido. Además, poseen armamento de índole nuclear Rusia, Gran Bretaña, Francia y China, que firmaron inicialmente el Tratado de No Proliferación Nuclear.

Después, se sumaron al club India, Pakistán y Corea del Norte. Además, Israel ya no se esfuerza en esconder su propia capacidad nuclear aunque tampoco firmó el acuerdo internacional. La tremenda historia no puede dejar de recrearse. El 6 de agosto de 1945, brillaba el Sol sobre Hiroshima. El luego tristemente célebre “Enola Gay” llevaba una escolta de cinco aviones, dos de ellos tenían como misión fotografiar y filmar.

El aparato dejó caer la bomba atómica sobre un puente, centro geográfico de la ciudad. Como sus habitantes acostumbraban a observar los vuelos de los B 29 que iban en busca de otros blancos, se dejaron tomar por sorpresa ante esa explosión desconocida, que arrasó todo en un radio de tres kilómetros. Cuando todavía los mandos japoneses intentaban disimular los efectos ante sus compatriotas, el presidente estadounidense se jactaba de los resultados.

Truman les aseveró a los estadounidenses: “Hace poco tiempo, un avión norteamericano ha lanzado una bomba sobre Hiroshima, inutilizándola para el enemigo. Los japoneses (que) comenzaron la guerra por el aire en Pearl Harbor, han sido correspondidos sobradamente. Pero este no es el final; con esta bomba hemos añadido una dimensión nueva y revolucionaria a la destrucción”.

Palabras después, volvió a intimar: “si no aceptan nuestras condiciones, pueden esperar una lluvia de fuego que sembrará más ruinas que todas las hasta ahora vistas sobre la tierra”. Tres días después, se repitió el bombardeo nuclear, en esta ocasión, sobre Nagasaki. En la jornada del 10, Japón se rindió incondicionalmente.

Durante la primera misión, el habitual artillero de cola del B-29 82 hizo las veces de fotógrafo. Su relato es insoslayable. “Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes, como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... Catorce, quince... Es imposible. Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo (…). Viene hacia aquí, es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizá tres mil metros de altura y unos ochocientos de anchura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso. Las llamas y el humo se están hinchando y se arremolinan alrededor de las estribaciones. Las colinas están desapareciendo bajo el humo”.

A esa altura de los hechos, se podían contar 150.000 muertos, en su abrumadora mayoría, civiles. Con sus bombardeos atómicos, Estados Unidos violó las convenciones de La Haya, que estaban en vigencia. En particular, la de 1923 que regía sobre Guerra Aérea. En unos de sus apartados, establecía normas acerca del bombardeo aéreo sobre objetivos militares y prohibía expresamente atacar ciudades con presencia de civiles aunque, en sus perímetros, hubiera instalaciones militares.

Los atacantes no descargaron su arma sobre la unidad militar japonesa que estaba acantonada en la periferia de Hiroshima, sino sobre el centro... Crímenes de guerra que cometieron los vencedores, todavía impunes. Que no nos vengan con diatribas, entonces, sobre la peligrosidad de árabes, coreanos o persas… Los asesinos más grandes de la historia se sientan en el Consejo de Seguridad de la ONU.

Te puede interesar
Ultimas noticias