HISTORIAS DE MUJERES PATAGÓNICAS

| 26/03/2023

Exención de patente para el carro de una partera

Exención de patente para el carro de una partera
Mujeres y niñeces en el célebre Hotel de Inmigrantes.
Mujeres y niñeces en el célebre Hotel de Inmigrantes.

Hacia 1933, María Bonelli prestaba servicios gratuitos de “comadrona” entre sus congéneres. No cobraba nada, pero la tarea se tornaba gravosa si además tenía que pagar impuestos para llevarla adelante.

Entre fines del siglo XIX y principios del XX, se produjo el arribo a la Patagonia de las primeras mujeres inmigrantes. Desde el inicio y aunque con matices, se diferenciaron dos grupos: “mujereres indígenas y chilenas pobres” por un lado, y “mujeres inmigrantes europeas” por el otro. Algunas de las recién llegadas continuaron con los oficios que en sus lugares de origen habían desempeñado sus madres o abuelas, como cierta partera que, en la zona del Valle, tuvo que pedir no le cobraran patente a su carro para que no se tornara gravoso asistir a sus congéneres.

“A diferencia de las migraciones de los hombres, por lo general, las mujeres migraron a partir de redes más cerradas”, es decir, hacia el hogar de parientes cercanos. Entonces, “permanecieron en el hogar receptor hasta el momento en que formaban pareja”. La apreciación forma parte de “Nosotras somos ellas. Cien años de historia de mujeres en el Patagonia” (EDUCO 2023), la flamante publicación que reunió el trabajo de Laura Méndez, Mónica de Torres Curth y Julieta Santos.

Estableció la investigación de la primera, que “las casadas en su país de origen llegaron más tarde que el varón, debido a que este venía primero a ‘probar suerte’ y, una vez que conseguía trabajo estable, enviaba el dinero para que el grupo familiar comprara pasajes y se reuniera con él”. Es una historia más o menos conocida. Menos difundido está que “las familias que incluían hijas jóvenes recibían las visitas de todos los solteros, que, anoticiados del arribo, se acercaban de visita en la intención de cautivar a alguna joven y hacerse de una esposa”.

Cuando la instalación en el nuevo destino podía darse por hecha “prontamente se iniciaban las redes de relaciones sociales, que incluían el compadrazgo, es decir, la elección de padrinos de los hijos como medio para crear o fortalecer lazos entre colonos provenientes de la misma zona o país”, añade el escrito de Méndez. “Hubo mujeres que viajaron a la Patagonia ante una promesa de casamiento con algún hombre de su pueblo o comunidad al que habían visto unas pocas veces”.

Sin embargo, aquellas promesas no siempre llegaron a buen término, porque “otras encontraron pareja en el barco durante los largos días de viaje que separaban los continentes, durante la travesía cambiaron de opinión y, para desazón del que esperaba en tierra firme, se refugiaron en los brazos de la nueva conquista para seguir a su hombre en nuevos rumbos”, dice la historia de las migrantes.

Como anticipábamos, “las recién llegadas reprodujeron los roles femeninos que desempeñaron sus madres y abuelas. Sin embargo, las características del espacio geográfico modificaron hábitos y pautas culturales: se encontraron con nuevos sabores y comidas, nuevas texturas para las prendas, nuevos sistemas de relaciones y lenguas. En muchos casos, realizaron tareas para aportar a la precaria economía familiar”. Era necesario.

Por usar terminología contemporánea, fueron desempeños no visibilizados, ya que “estas labores, por lo general no se registraron como trabajos formales y declarados, por ejemplo, la fabricación de dulces y compotas para vender entre vecinos, tareas de costura y, en algunas ocasiones, la actuación como comadronas para asistir partos, ante la inexistencia de médicos en la región”, puntualiza la investigación.

A un universo de distancia respecto de las prácticas médicas de la actualidad, porque “en este último caso, en todas las historias de parteras que hemos podidos reconstruir no consta que cobraran por sus servicios. Casi siempre, el único tributo recibido era algún ave de corral y productos de la huerta de la parturienta”, explica el texto de la historiadora. Costumbre que se prolongó hasta no hace mucho en el tiempo.

Pero tampoco pagar para prestar aquel servicio sororo, diríamos hoy. “En Villa Regina, por ejemplo, María Bonelli fue partera por decenas de años. En 1933 pidió a la Comisión de Fomento que la eximiera de pagar la patente del sulky en el que se trasladaba a ofrecer sus servicios de forma gratuita. El Municipio aceptó, como una excepción especial”. Muchas parturientas, seguramente, sonrieron agradecidas.

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