EMOCIONES ENCONTRADAS

| 25/09/2022

El acordeón del abuelo

El acordeón del abuelo

Micaela llegó apurada a la casa de su abuelo, llevando una caja que contenía el regalo de cumpleaños. Se bajó del auto antes de que su madre terminara de estacionar, ansiosa. Entró y se acercó al sillón donde él reposaba la mayor parte del día, frente al ventanal que daba a la calle. Allí vivía solo, había quedado viudo unos años atrás. Durante el día lo acompañaba Silvia, una enfermera jubilada a la que Silvana, su hija, había contratado. Micaela se zambulló en los brazos de ese hombre que la estaba esperando.

-¡Feliz cumple Abu! – le dijo, dándole un beso sonoro en la mejilla.

-¡Lo que me hizo andar tu nieta para comprarte el regalo! – dijo Silvana, dándole también un beso – Feliz cumple papi.

Fermín Vallejos, o don Fermín, como lo conocían sus vecinos y amigos, abrió la caja, con ayuda de esas dos mujeres que eran el centro de su vida. Era bastante grande y pesada. Adentro, había un acordeón, de tamaño mediano, nacarado, con relucientes teclas blancas y negras.

-Pero… -atinó a decir al verlo- ¿cómo se les ha ocurrido?

Lentamente, con delicadeza, como recordando un antiguo ritual, don Fermín se llevó el acordeón a la falda, pasando las correas por detrás de sus hombros y desgranó algunos acordes. Por un instante dejó correr sus dedos sobre las teclas, con emoción contenida. Un viejo pasodoble que encontró en su memoria se fue metiendo por los rincones de la casa.

-La mía era un poco más grande, de color verde.

-Contále la historia de tu acordeón, papi -dijo su hija, mientras ponía la mesa.

El abuelo dejo ir sus ojos por el ventanal, miró al cielo, tal vez buscando allí algún recuerdo. “Cuando me fui de la casa, en Melicó, encontré trabajo en Vialidad. Se estaba haciendo el camino a Bariloche, orillando el Limay. ¡Ahí sí que se trabajaba, de sol a sol! Yo estaba encargado de una zaranda: ¡Todo el día, meta pala y pala! Cobramos la quincena y el finado Hortensio Galarza consiguió un par de caballos que le prestó un gaucho de ahí cerca y nos vinimos al pueblo. Estábamos trabajando por la zona de La Lipela. Como Galarza conocía bien todo, cortamos por atrás del arroyo Carbón y vinimos a salir para el lado de la boca del Limay. Llegamos a media tarde. Era época de carnavales, así que había bombitas de luces cruzadas arriba de las calles. Nos alojamos en la pensión de doña Luisa, una mujer que alquilaba piezas y daba de comer. Fuimos a bailar, hasta que aclaró. Yo me acerqué a uno de la orquesta, al que tocaba el acordeón y le valoré cómo lo hacía. Era un hombre de apellido Corradi, Juan Corradi, muy atento. Le dije que a mí me gustaba mucho la cordiona. Me dijo que tenía una para vender. Ahí nomás hicimos trato. Al otro día me la trajo a la pieza. Me gasté toda la quincena, ¡Como 40 pesos!”

 

El abuelo volvió la vista desde el ventanal y miró a su nieta, que lo escuchaba deslumbrada, tomándolo de la mano, sentada a su lado. “Estás loco, me dijo Galarza. ¡Ya vas a venir a querer bailar cuando aprenda a tocar!", le dije. Don Fermín hizo un silencio y volvió sus manos al instrumento. Un valsecito campero le jugó entre los dedos y le apuró la respiración. Micaela y su madre lo contemplaban, orgullosas del regalo que habían conseguido. Las manos de aquel hombre dejaron el habitual movimiento dubitativo y tembloroso, parecían palomas surcando el cielo blanco y negro de las teclas del instrumento, abriendo y cerrando el fuelle sobre sus piernas. “Todas las noches, en el campamento, le buscaba algo a mi acordeón. Con los años, dejé Vialidad y me vine al pueblo. Vivía en una casita por el Lera. A la vuelta vivía un tal Almada, que me enseñó algunas piecitas”.

- Contále como conociste a la mami -le pidió Silvana, desde la cocina.

- Ese tal Almada solía andar con Joaquín Iriarte y Máximo Pena, que tocaba la guitarra.

- A Máximo lo vi el otro día, en PAMI, pá. Te mandó saludos -dijo Silvana.

- Decíle que me venga a ver, a ese chúcaro -dijo divertido y continuó- Una vuelta, Almada me invitó a ir a Pilca y de paso tocar algunas piecitas con ellos. Ahí andaba tu abuela, solterita y sin apuro. Yo dejé el acordeón y la invité a bailar. Así fue nomás.

Entraron unos vecinos, que estaban invitados a almorzar con don Fermín.

- ¡Parece que va a haber baile! –dijo doña Irma.

- ¿Y de dónde sacaste ese acordeón vos? –le preguntó Ismael, su amigo de siempre.

- Me lo regaló mi nieta.

- Ahora sí que tenemos orquesta propia -aportó Irma, sentándose a su lado.

- ¿Le contaste a tu nieta como conquistaste a Ángela? -dijo con picardía Ismael.

- Este metido. Ya de esa época lo vengo aguantando -bromeó Fermín.

- Había armado un grupito con Rifo y Márquez -recordó su amigo- con ellos andábamos de aquí para allá.

-¡Este era el representante! – aportó divertido el cumpleañero.

Se hizo un silencio. Fermín miró el acordeón, lo acarició, quizás buscando algo en su memoria. “Cuando Angelita se enfermó, tuve que vender todo, hasta el acordeón, para pagar el tratamiento, pero no hubo caso, se fue nomás la gordita. Desde ahí que no tocaba”.

- Yo siempre se la quise comprar, pero nunca llegaba -comentó Silvana – hasta que a la Mica se le ocurrió empezar a vender empanadas, para juntar la plata. Ella misma las hacía- concluyó, emocionada.

- Mi chiquita -dijo el abuelo, abrazando a Micaela, como solo un abuelo puede abrazar a una nieta.

- ¡Ahora tenemos orquesta propia en el centro de jubilados. Quién nos para! -dijo Ismael, haciendo reír a todos los presentes.

- ¡Ahora van a salir de farra, pero en ambulancia! -bromeó Irma.

La mesa del comedor reunió a don Fermín con su familia y algunos amigos más, que llegaron. Allá en el sillón, frente a la ventana, quedó el acordeón, callado, esperando que las manos de su dueño, llenen de música la casa.

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