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| 11/09/2022

Don Rosa Romero

Don Rosa Romero

La Estancia El Abrojal se había vendido. Don Esteban Espeche, el anterior propietario, le había dicho al personal, que todo seguiría igual. Transcurridos unos meses se comenzaron a notar algunos cambios, no solo en los quehaceres sino también en el trato. Por ello a don Rosa Romero, como lo llamaban, le resultó extraño que don Antonio, el nuevo patrón, lo mandara a llamar. Con una sombra de dudas cruzó el patio, desde la barraca de los peones, que estaba ubicada por detrás de la casa principal.

Antonio Álvarez era el nuevo propietario de El Abrojal, vivía con su esposa Amalia y sus dos hijos, María y Joaquín. Venían de la provincia. Don Espeche deslizó alguna vez un comentario de que les costaría adaptarse, no solo al clima cordillerano, sino también a la manera de trabajar la hacienda. Cuando Rosa Romero ingresó al despacho notó cambios en el mobiliario. Ya no estaban los muebles que vio allí durante años, cuando el patrón cada tanto lo llamaba para que le brindara algún informe, encargarle algo, ya sea del trabajo o personal. Don Rosa, se había convertido en su hombre de confianza. Vio un nuevo escritorio de madera, marrón oscuro, sobre el que había una lapicera junto a un cuaderno, una lámpara, una taza de café vacía y un manojo de llaves. En la pared se veía una foto de Antonio junto a un ternero premiado, en alguna rural. El patrón se retiró un momento. Solo se escuchaba el mugido de las vacas, que llegaba desde el corral y el graznido de los gansos, que parecían no ponerse de acuerdo sobre alguna cuestión, nadando en el estanque que había en el centro del jardín. Se quedó pensativo, haciendo girar en sus manos la boina de lana que se había quitado al ingresar.

Cuando el patrón estuvo de regreso, se sentó en su sillón, dio un largo suspiro y echándose hacia atrás, comenzó decirle que quería hacer algunos cambios en el campo. Que había nuevas formas de trabajo y que para esos cambios necesitaba gente nueva. Romero escuchó cada palabra que salía de la boca de ese hombre que se hallaba en frente suyo, al que había conocido apenas un mes atrás, con el que había hablado poco, solo lo necesario por cosas del trabajo. El nuevo patrón era un hombre distante que parecía no querer involucrarse con el personal. Confirmó la sensación que lo acompañaba desde que saliera de su pieza, unos minutos atrás. Ya lo había dicho Cacho Ramírez, uno de los puesteros, hacía un par de días. “Nos van a limpiar a todos”.

-Mañana va a venir el contador y le va a explicar cómo quedan las cuentas y a arreglarle el pago de la indemnización. Se puede quedar un mes, hasta que consiga algo -le dijo el hombre, hojeando un cuaderno mientras hablaba.- Si necesita referencias, cuente con eso.

Don Rosa salió del despacho. A un costado de la casa jugaba Joaquín, el hijo del patrón, de siete años, más allá María, su hermana más grande, leía un libro sentada en una banca. La mañana estaba soleada y algunos pájaros le ponían algo de música a ese paisaje tan familiar del que acababa de saber que se tenía que despedir. Podría haber sido un día tan lindo y sin embargo, arrastraba su tristeza rumbo a la barraca. Los demás peones no estaban, andarían en sus tareas, quien más quien menos con esa nube de incertidumbre que se había posado sobre ellos. Fue hasta la matera y calentó algo de agua. Vio como la yerba ingresaba por el ojo de la calabaza que sostenía su mano. Pensó que así había pasado su vida en El Abrojal. Se sentó al lado de la ventana y bebió el primer sorbo. El líquido amargo salido de la bombilla apenas pudo ingresar por el nudo que le había ganado la garganta. Decidió que no ensillaría para salir a recorrer. La tristeza le permitiría esa rebeldía. Se dio cuenta de que no había sacado del taco del almanaque la hoja del día anterior. Lo hizo y vio la del día que transitaba: 20 de marzo de 1969. Pensó en guardarla, pero para qué, solo le recordaría el dolor. Fue hasta la pieza. Se dejó caer en la cama soltando algo parecido a un quejido. No era de dolor del cuerpo, tampoco de cansancio; venía desde las entrañas, donde cada letra de la palabra gaucho le dolía. Se quedó mirando el techo, con las manos apoyadas detrás de su cabeza. Paseó la mirada por las pocas cosas que eran su paisaje diario dentro de esa pieza. En la pared había un cuadro con una foto en la que se lo veía junto al parejero de don Espeche, un poco más allá colgaban un sacón de cuero, el sombrero y un poncho.

Cuando la tarde suspiraba en una brisa, estirando las sombras, llamando a la noche, Rosa llegó al boliche de Arancibia, que estaba a una legua de la estancia, junto al camino. Tal vez porque se conocían de años y porque estaba solo, Rosa fue soltando entre tragos lo que le andaba pasando. Las palabras salían pausadas, dejando un silencio tras cada frase. Arancibia lo escuchó en silencio, luego le dijo: “Así son estas cosas Rosita querido. Unos te valoran y otros no. Acá tengo una pieza que podés usar hasta que consigas algo. En la zona todos te conocen, no te va a faltar trabajo”.

El callado dolor lo invitó a asumir que esa noche se permitiría un trago más de los habituales. Tal vez el vino quebrara esa piedra del pecho que no lo dejaba soltar la rabia, el desprecio y la tristeza. En la cruz del mostrador del bar, colisionaban su amor al campo y el darse cuenta de que solo era un pedazo de carne del que se prescindía sin más. Arancibia lo convenció de marchar. Subió a su caballo, el que sin necesidad de riendas siguió el camino a la estancia.

Un par de días pasaron tratando de retomar una rutina ya quebrada. Para don Rosa, cada cosa que hacía era una despedida. Una mañana iba saliendo para una recorrida. Como siempre, después de ensillar, pasó entre la casa principal y los galpones, orillando el corral. Sintió la voz de Joaquín que venía de lejos. Instintivamente frenó el caballo y recorrió todo con su mirada. Volvió a oír la voz, esta vez era un grito que pedía ayuda. Venía de atrás de la casa. No se veía movimiento, solo un par de perros dormían al sol en el patio delantero. Se dirigió a la parte trasera. Oyó la voz del niño que venía de adentro del antiguo pozo, que se hallaba atrás de la casa. Ya no se utilizaba, estaba tapado con chapas, tablas y ramas. Vio que las maderas estaban quebradas, evidentemente Joaquín pisó allí y cayó. Si bien estaba seco, había épocas del año en que tenía algo de agua. Temió que el niño estuviera golpeado. Desmontó con premura y se acercó. Al asomarse lo vio sumergido, con la espalda apoyada contra una de las paredes, a unos tres metros de profundidad.

-Ayudáme -dijo, llorando.

-Quédese tranquilo hijo, voy a buscar ayuda.

-¡No, no te vayas, sacáme de acá! –imploró el niño, asustado.

Rosa recordó no haber visto la camioneta del patrón, seguramente andaría por el pueblo, con su señora. Tal vez la hermana de Joaquín estaría en la casa. Gritó un par de veces pero nadie respondió. Pese a no tener mucha experiencia en trato con niños, intentó calmarlo, pidiéndole que no se moviera de donde estaba, dudando de la firmeza del fondo del pozo. Mientras corría en dirección al galpón, en busca de una escalera y algunas sogas, no recordaba a su corazón latiendo tan descontrolado. Estaba asustado. La escalera que encontró no era todo lo larga que necesitaría para llegar al fondo. Recordó una que había en el galpón de esquila, pero estaba bastante alejado. El llanto y los pedidos de ayuda del nene no lo dejaban pensar con claridad. Ya de regreso, retiró las maderas que tapaban el pozo. La luz que ingresó le permitió ver con más certeza el interior. Joaquín estaba sentado en el fondo, con el agua hasta los hombros, algo inclinado hacia la derecha. A Rosa lo aterró pensar que hubiese pasado si caía boca abajo.

-Cálmese hijito, ya va, ya va –intentó consolarlo.

-Apuráte. Me duele mucho la pierna. Tengo miedo.

En un árbol cercano ató el lazo que llevaba atado al recado del caballo. Un molesto temblor en las manos le dificultaba la tarea. Llegaba justo hasta la boca del pozo. De la argolla del extremo ató una soga. Dejó caer la escalera dentro del pozo. Tal como temía, no era lo suficientemente larga, quedaba a medio camino entre el fondo y la superficie. Se deslizó con cuidado hacia abajo, tomado de la soga, hasta que la bota tocó el escalón más alto de la escalera. Cuando llegó abajo, se hundió hasta las rodillas. Lo más probable era que Joaquín estuviera quebrado. Había pensado en que subiera por la escalera, pero no iba a poder, debería cargarlo. Le pidió que se parara apoyado en su pierna sana. Rosa se puso en cuclillas y lo cargó en su espalda, pidiéndole que con los brazos le rodeara el cuello. Trepó por la escalera. Cuando llegó al último escalón, Joaquín se tomó de la soga y trepó, ayudado por él desde abajo. Rosa cargó al niño hasta la casa, allí lo dejó al cuidado de su hermana y de una de las mucamas, que habían estado ajenas a todo lo que había sucedido minutos atrás. A la mañana siguiente, el patrón lo recibió en su oficina, sentado, con su hijo en brazos, que tenía la pierna enyesada y una pequeña venda en el mentón.

-Quería proponerte que te quedes, en reconocimiento por lo que hiciste por mi hijo –le dijo el patrón.

Don Rosa Romero recorrió ese universo escaso de palabras que habitaba, para tratar de describirse a sí mismo ese dolor que iba más allá del de su carne y los huesos. Miró sus manos callosas, con un dedo desviado por una quebradura mal curada, producto de un accidente con un lazo al pialar un potro. Ellas se dormirían como dos palomitas heridas, dejarían atrás los arreos, las heladas, la nieve y las lluvias, las esquilas y tanto más. Sentía que había sido parte de la transacción del campo, junto a otros peones, como un lote más, mezclado entre la hacienda, las herramientas, las tranqueras, alambrados y muebles. Ese hombre que estaba frente a él, con su niño en brazos, nunca le demostró algo de reconocimiento, ni aprecio por su sabiduría de la vida en ese lugar. Sabía que lo que hizo por ese niño, lo habría hecho por cualquier niño que estuviera en peligro, fuera de un patrón o un peón. Sintió que su modesta nobleza trascendía los alambrados de ese pedazo de tierra y era más transparente que el aire que allí se respiraba. Se sintió rico, a pesar de la humildad de sus palabras. Agradeció el ofrecimiento de don Antonio diciéndole que tenía algo en vista, aunque ello fuera solo una piecita en la casa de Arancibia. Cruzó el patio con pasos algo más lentos que lo habitual, hacía años que la experiencia le había pausado el andar. Vio que desde el corral grande, lo saludaban Paredes y Escalada, dos peones que lo respetaban lo suficiente como para acercarse a preguntar algo. Les dedicó un gesto desganado, que fue esclarecedor. Su caballo se dejó ensillar como siempre, tal vez sin saber que él tampoco volvería a ver ese galpón. Después de cerrar la tranquera, desde la orilla de la huella miró por última vez lo que había mirado cada día los últimos cuarenta años: la casa, los corrales, el galpón, el inmenso mallín que se tiende hasta apoyarse en el cerro. Allá al fondo, la cordillera.

Ese día el campo le resultó triste, lo vio casi como una postal de un tiempo ido, a pesar de conocer cada legua, cada aguada, cada tranquera. El viento que le jugó en el pañuelo celeste que llevaba anudado en su cuello, lo invitó a seguirlo.

 

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