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| 24/07/2022

La pala en la nieve

La pala en la nieve
Foto: Facundo Pardo.
Foto: Facundo Pardo.

Elías Romero enderezó el cuerpo apoyándose en la pala. Llevó la mano libre a su cintura y se inclinó hacia atrás, tratando de estirar sus músculos, cansados de estar agachado, paleando la nieve acumulada en el techo.

Promediaba la tarde y había dejado de nevar, por ello decidió limpiarlo, antes de que el temporal reinante comenzara a descargar nuevamente sus copos sobre el Alto barilochense. Desde ese mangrullo que era el techo de su casa pudo observar todo alrededor. El cielo, de un gris plomizo y uniforme, casi como en un descuido, dejó una hendija por donde se abrió paso el sol. Miró las casas apiñadas, paseando sus ojos lentamente, hasta llegar a los cerros, espesos de nieve. La luz hacía brillar al blanco y el celeste del cielo parecía más celeste de lo habitual. Pensó en qué lindo debe ser un día así para otros. En su espíritu no había espacio para quejas o lamentos, esto era lo que había, en el entorno y debajo de sus botas.

Esas chapas que pisaban, los tirantes y las tablas de las cuatro paredes que lo sostenían, eran el fruto del esfuerzo de él y Dorita, su compañera desde hacía cinco años. No pedía mucho más, solo oportunidad de trabajo. No era hombre de arisquearle, solo quería algo para ponerse de pie, él después se encargaría de caminar. ¿Hasta cuándo pagaría el precio de haber nacido en el campo y no haber podido estudiar?

Llegó a Bariloche a los quince años, cuando se acabaron las oportunidades Comallo abajo. Nevadas, sequías, cenizas y la temprana partida de su padre lo ayudaron a decidirse por emigrar del campo. Su madre y sus hermanos menores se fueron a Maquinchao, donde una tía los albergó. Acomodaba changuitos en el supermercado, fue ayudante en un lavadero de autos y varias changas más. Eso le permitía alquilar una piecita en la parte de atrás de una casa en el barrio Arrayanes.

Se acordó de don Riquelme, que tenía una pequeña carpintería atrás del cementerio. Lo conoció un día que entró a pedirle aserrín para la salamandra. Riquelme no tenía mucho, pero sí un corazón generoso. Le ofreció ayudarlo con trabajos pequeños a cambio de un plato de comida diario. Sacó el pañuelo del bolsillo de atrás de su pantalón para limpiar su nariz. El soplido sonó sordo, sin eco, acallado por la nieve. Solo quebraba el silencio un perro que ladraba vaya a saber a qué fantasma, porque no se veía a nadie por las calles. Después de guardar el pañuelo, pasó el antebrazo por su frente, para secar algo de sudor que había en ella, se escupió ambas manos y se aferró nuevamente al mango de la pala.

Le resultó agradable ver como avanzaba sobre esa uniforme capa blanca, que dejaba ver nuevamente el negro de las chapas. La fuerza no era la misma que la que debía hacer paleando en la tierra. Nunca tuvo oficio fijo: Trabajos por hora en la construcción, desmalezamientos, hombreando bolsas en los corralones y cuanta changa se dibujara en su horizonte, que no iba, más allá de un día o una semana. Luego, a buscar de nuevo.

Pasó Rafael, un vecino de un par de casas más abajo. Venía del centro, en el colectivo. Le contó que se había tenido que bajar en la ruta porque ya no estaba entrando al barrio. Elías miró en dirección a la casa de su vecino y vio que brotaba una palomita de humo desde el caño que sobresalía del techo. “Al menos la Gladys te espera con fueguito para secarte”. Detuvo su tarea para verlo irse. Habían llegado casi al mismo tiempo, cuando empezó la toma. Después batallaron con los de Tierras, para regularizar y empezar a pagar su solar, pequeño pero servía para guardar los sueños.

Un copo de nieve solitario, tal vez traído por el viento o adelantado de los que empezarían a caer en breve, se le posó en una pestaña. Sacudió la cabeza para quitarlo. Miró las montañas allá atrás. Tanta leña tirada en el monte y tener que lidiar con la verde que les entregaban la mayoría de las veces. Sale muy caro ser pobre, solía decirse para adentro. Por suerte el día anterior habían comprado una garrafa. La usaban solo para cocinar.

Antes de hincarse nuevamente miró las casas. Tal vez era bueno que estén tan apretadas y cercanas. Pensó por un momento en las ovejas del campo, las que hacen lo mismo cuando empieza a nevar. Lo sacó de sus pensamientos el llamado de Dorita, desde adentro de la casa. Le dijo que de paso se fijara si podía ver el tema de la gotera, que daba justo arriba del lugar que ocupaba la cama. La noche anterior habían dormido en el piso, junto al tacho, para cargarlo sin tener que levantarse.

Esa mañana salieron temprano. Elías decidió no changuear y acompañarla al hospital, para el control del embarazo. Por suerte el médico la atendió rápido. Dorita se encontró con la Yesi, que había llevado al nene a control y se volvieron juntas. Él aprovechó a pasar por el hotel del centro, donde le daban el trabajo de despejar de nieve la vereda.

Un buen hombre “El Gringo”, como él le decía al gerente. En verano le hacía cortar el césped del jardincito de la entrada y el del patio interior. Le gustaba esa tarea. Rafael le dijo que se ganaba bien cortando el pasto. Pensaban en comprar a medias una bordeadora a explosión, para desmalezar terrenos.

Volvió a mirar el techo bajo sus pies. Le faltaba menos de la mitad, por suerte ya había alcanzado a abrir el caminito de la entrada, desde la calle hasta la puerta de la casa. Un par de metros más allá se asomó doña Mabel, a vaciar el fuentón donde se veía que había lavado ropa. “¿Qué hacés ahí?” le preguntó. “¡Estoy cambiando el agua del florero!” le respondió, divertido, mostrándole la pala.

Se tomó ese atrevimiento porque a doña Mabel la conocía desde el mismo día en que llegó al barrio. No tenían ningún servicio. Ella les calentaba el agua para los mates mientras levantaban la casilla. El esposo de ella, don Guajardo, les había traído con su chatita la heladera que compraron dos meses atrás. Dorita, que limpiaba casas, había tomado una suplencia de portera en un edificio y cobró unos pesos extra que sirvieron para comprarla. Esperaban meses difíciles, ella ya no podía trabajar y después de tener al bebé iba a estar un tiempo sin poder hacerlo. Un par de patronas le dijeron que la iban a esperar, las demás vaya a saber.

Una señora de la Municipalidad le dijo que la iba a venir a buscar para llevarla abajo, a una oficina, para hacer unos trámites para que cobrara algo que hasta ahora no sabían que era. La noche se fue apoderando del cielo. Elías hizo el último empeño, ya casi terminaba.

Esa casilla, el embarazo de su compañera y dos brazos fuertes, le daban un sentido a su vida. Había oscurecido, las luces amarillas de las casas se veían desordenadas, mientras las de las calles lucían prolijas, en fila. Ellas fueron llamando a descanso a los vecinos.

Cuando Elías bajó del techo, ingresó al único ambiente que era su hogar. Se sentó en un banco, al lado del tacho que entibiaba unas alpargatas que asomaban por debajo. Se sacó las zapatillas. Dorita le acercó un mate, que junto a un pedazo de galleta serían la cena. Dorita se retiró unos metros a buscar en una caja un par de medias secas. Elías se quedó inmóvil, en silencio. El crepitar de las llamas era una música que sonaba al ritmo de las gotas repicando en la olla, en un esquinero. Se acercó su compañera, traía en sus manos un par de medias secas. Él le besó el vientre, que parecía querer escapar de abajo del pullover de lana que ella llevaba puesto. Antes de acostarse, miró por la pequeña ventana que daba a la calle. Había comenzado a nevar.

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