EL ALTO DE BARILOCHE EN LOS 80

| 26/06/2022

Nueve cuadras para cargar agua y perros que corrían zorros

Nueve cuadras para cargar agua y perros que corrían zorros
Siempre detrás de la postal, pero 40 años atrás, más todavía. Foto: Matías Garay.
Siempre detrás de la postal, pero 40 años atrás, más todavía. Foto: Matías Garay.

Más allá de su finalidad musical, en el libro “La otra cara de la postal. Punk en Bariloche”, Claudio Vargas filtró algunas semblanzas memorables sobre cómo era la vida cotidiana en la ciudad, cuatro décadas atrás.

Cuarenta años atrás, en los barrios del Alto era habitual tener que caminar varias cuadras para cargar agua en canillas públicas. Tampoco era extraño que los perros domésticos corrieran liebres o zorros. En los inviernos, el piberío se divertía, pero también tenía la obligación de salir a buscar leña o de abrir caminos pala en mano, porque el trazado de las calles era muy incipiente. La afirmación que sigue también puede tener vigencia para el presente, pero hace cuatro décadas, un abismo mediaba entre el Alto y el Bariloche de las postales.

Si bien su intención fue historiar sobre música, en su libro “La otra cara de la postal. Punk en Bariloche”, Claudio Vargas incluyó varios párrafos que, tranquilamente, podrían incluirse en la corriente que se denomina historia social, aunque con un dato distintivo: los panoramas que describe o las situaciones que rescata el texto, son los que vieron sus ojos y las que vivió en primera persona. Nadie se la contó.

La publicación, que vio la luz a comienzos de 2022, surgió de la siguiente geografía: “La gran mayoría de los pibes que nos autodenominamos punks, hardocore o darks en los años 90, salimos de una zona pequeña, conformada por un puñado de cuadras que integran el glorioso barrio San Ceferino, Seis Manzanas, Las Quintas y Las Mutisias. Rodeados del cordón de cemento de los planes del IPPV, que cruzan todo el Alto barilochense”, contextualizó el autor.

En efecto, “de estos puntos salieron la crema y nata del punk local, aunque, obviamente con mayor dispersión, se sumarían muchachos y muchachas de otros barrios, tales como el Lera, Alborada, Arrayanes, Frutillar, San Francisco, El Progreso, Quimey Hue, Omega, 3 de Mayo, La Cumbre, 10 de Diciembre y el 34 Hectáreas, hoy 2 de Abril-Unión”. Paisajes urbanos que no paran de transformarse.

“La forma de vida en los barrios del Alto, antítesis del imaginario que expresa la postal turística de la ciudad, fue caldo de cultivo para estos adolescentes, y no podía haber sido diferente. Éramos hijos de obreros y con una pujante energía por trascender, sin ser conscientes del cambio que estábamos llevando a cabo”, anotó Vargas, que además de su pasión melómana, se gana la vida hace tiempo como remisero.

Como saben los viejos y viejas barilochenses, “el barrio Las Quintas obtuvo su nombre porque en esa zona había grandes chacras y arboledas de frutales. En los ochenta, las siguientes parcelas, a medida de ser vendidas u ocupadas, se fueron convirtiendo en otros barrios tales como San Ceferino, Mutisias y 6 Manzanas”, reconstruyó el memorioso. “El caso es que se empezaron a lotear y los laburantes empezaron a pagar su terrenito”.

Pero aquella urbanidad naciente todavía estaba en un ambiente intermedio. “Los hijos de los obreros crecimos en lugares muy parecidos al campo, con nuestros perros corriendo liebres y zorros, cazando codornices y atrapando murciélagos por las tardes, para revisarlos y luego liberar. Nuestras vidas eran ir al colegio, jugar al fútbol, acarrear agua de una canilla municipal que estaba a 9 cuadras hacia abajo y 9 de subida cargados como mulas”, recuerda el escrito.

Eran épocas de contentarse con el más pequeño avance. “A mediados de los 80 pusieron una canilla a media cuadra de casa, justo en la esquina y fuimos felices”, compartió Vargas. “Los inviernos eran divertidos por la presencia de la nieve y los trineos que estaban a pleno; igual teníamos obligaciones como cortar leña para las estufas y palear para hacer los caminos”, balanceó, el evocar la estación más fría.

“En nuestras familias, los varones eran laburantes de la construcción, empleados de comercio, choferes y operadores de maquinaria del cerro. Las mujeres, mozas, mucamas, niñeras, personal de limpieza, cocineras o amas de casa”. Así se componía el proletariado barilochense de los 80. “Toda esta masa obrera estaba conformadas por chilenos, que emigraron por causas políticas, por la pobreza o simplemente por la condición natural de ser pueblos que continuamente se han movido a través de la cordillera”, razonó Vargas, precisamente de ascendencia trasandina.

También hubo “bolivianos y paraguayos, que llegaban buscando mejorar su calidad de vida, y que se desempeñan fundamente en la construcción; argentinos oriundos del norte del país, que hicieron rutas y parte de la infraestructura del cerro Catedral; y nuestros paisanos criollos y mapuches de la Línea Sur, lugar postergado si los hay. De esta linda mixtura de gente no podía surgir otra juventud que no sea rebelde, consciente y luchadora. ¡Teníamos que ser punks!”, proclama el libro. La última expresión está en mayúscula en el original.

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