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| 05/06/2022

La huella del río

La huella del río
Foto Archivo: Matías Garay
Foto Archivo: Matías Garay

Esteban Romero marchaba al volante de su camión, atento, tratando de esquivar los pozos. Lo hacía a marcha más lenta que lo habitual. Ese tramo siempre estaba con mucho “serrucho”, lo que provocaba el sonido de todo lo que estuviera suelto dentro de la cabina. Encendió un cigarrillo, uno más de la cantidad que consumía mientras manejaba.

Antes de que amanezca había salido de Roca, después de cargar el día anterior en la bodega los barriles de vino que llevaba en la caja. Sintió una pequeña molestia en la columna, la que intentó aliviar estirando los hombros hacia atrás, enderezándose en el asiento. Calculó que llegaría a la balsa de Paso Flores alrededor de las siete u ocho de la tarde, cuando ya los balseros estuvieran descansando. Allí haría noche. Así programaba su viaje desde que transitaba esa ruta. Cenaría con ellos y a la mañana temprano, al aclarar, se acercaría al río a hacer unos tiros de pesca.

Se había hecho amigo de ellos, le cayeron en gracia desde el primer viaje. Primero conversaban lo que duraba el paso del río, luego le invitaron unos mates y finalmente hacía coincidir el viaje para llegar a la hora de la cena. Ellos y algunos vecinos solían hacerle encargues, ya sea desde Roca o de Bariloche.

Vio unos álamos junto al camino, un sitio al que los lugareños llamaban La Tapera Vieja, aunque nada quedaba de lo que hubiera sido una vivienda, solo los álamos y un ojo de agua cercano.

 Decidió hacer una parada para estirar las piernas y tomar un par de mates. Descendió e inspeccionó las gomas y la lona que cubría la caja. Se acercó al cajón que estaba sujeto por debajo, junto a la cabina, al que él llamaba “La cocina”. En su interior guardaba la plancha de bifes, una parrilla, una olla en un pequeño cajoncito, la pava y el mate.

En el piso de la cabina, del lado del acompañante, encendió el calentador a alcohol y puso la pequeña pava de aluminio a calentar. Miró su reloj, eran las seis de la tarde, de ese día de febrero de 1962. Recién estaba comenzando a ceder algo el calor. Tomó mate en silencio, estirando cada sorbo, dejando que ese sabor amargo le vaya alegrando el cuerpo.

Desde un poste del alambrado cercano un chimango le recordó su presencia. Pensó en que estaba acostumbrado a que quienes se detenían allí le acercaran algo de alimento. “¿Qué te pasa gaucho?” le dijo, arrojándole un pedazo del pan que comía acompañando el mate. En la soledad del camino varias veces al día se sorprendía hablando solo, en voz alta. A veces tarareaba alguna canción o silbaba mientras manejaba. La soledad era su gran compañera. Arriba y abajo del camión. Nadie lo esperaba, más allá de los destinatarios de la carga. Disfrutaba el rumbo que había tomado su vida desde la adquisición del vehículo. Podía emprender viaje a la hora que quisiera, detenerse cuantas veces fuera necesario y hasta demorarse a orillas del río, intentando cobrar alguna trucha.

Recorrió con la mirada la figura de su camión. El sol de la tarde jugaba en los cromados y el azul de las chapas resaltaba, pese a la tierra del trajín de la huella. Lo estaba pagando con trabajo. Don Rafael, el bodeguero, fue quien lo acercó al banco para adquirirlo con una prenda. Hasta ese momento manejaba un camioncito Chevrolet 47, tirando fruta desde la chacra del gallego Estévez a la bodega y los galpones de empaque. Don Rafael tenía un par de comercios en Bariloche a los que proveía, de ahí que le ofreciera aquella oportunidad.

Siempre fue hombre de trabajo y a órdenes de alguien, aunque había desconfiado al comienzo, le alegraba la idea de la independencia, sabiendo que el pago de ese camión dependía de su propio esfuerzo. En unos cuarenta minutos más estuvo nuevamente en la huella. Lo alegró pensar en los balseros, a quienes seguramente encontraría al llegar a Paso Flores. Cuando se disponía a bajar la loma, vio allá abajo el pesado cascarón de madera que bandeaba el Limay. Era un lugar al que le gustaba observar, mientras hacía descender al camión lentamente.

Allá se veía el verde de las alamedas y los sauces junto al camino azul del río, que cada tanto adornaba la espuma de alguna correntada o quebradero entre las piedras. Cuando detuvo el camión en una especie de playón cercano a la balsa, se acercó el colorado Yáñez, uno de los balseros.

-Esta mañana le decía al Pelado, que seguro estarías al caer -le dijo, alegrándose de verlo.- ¿Vas a cruzar ahora o te quedás de este lao?

-Voy a hacer noche de este lado. Cruzo mañana.

Se acercó Riffo, al que le llamaban Pelado.

-¿Se te pinchó algún barril, che? –dijo, guiñando un ojo a su compañero, haciendo alusión al vino que llevaba Esteban en el camión.

-Les traje unas botellitas -lo consoló el camionero.

 

Esa noche cenaron en la casa del Colorado Yáñez, que vivía solo, a unos metros de la balsa. Vinieron los demás balseros. La sobremesa desembocó en una truqueada que los llevó hasta cerca de la medianoche. Esteban recorrió los poco más de quinientos metros entre la casa y el playón donde estaba el camión. Lo hizo a paso lento. Se detuvo a mirar las estrellas de la noche abierta, también vio como la luna jugaba en la piel del río. Se quedó un instante observando y sintiendo la felicidad que esa situación le provocaba. Por un momento pensó en que le gustaría alguna vez tener a su lado a alguien con quien compartir momentos como ese. Se acomodó entre unas pilchas a lo largo del asiento del camión. Su talla era un poco más larga que el asiento pero dormía bien allí.

El canto de un gallo a lo lejos lo despertó. Apenas amagaba a clarear. En un par de minutos estuvo a orillas del río con su caña de pescar. Casi en el mismo momento en que el sol se asomaba por detrás de los cerros, mientras miraba unos patos que pasaban a ras del agua, sintió el inconfundible temblor en la caña, que indicaba que una trucha había mordido el anzuelo. Luego de unos minutos de pelea la tuvo en la orilla. Le calculó unos tres kilos de peso. La observó brillando al sol. La salaría con sal gruesa para conservarla. En ese momento oyó una voz detrás de él, que lo saludaba. Era Alba, una vecina a la que conoció en la casa de Yáñez, en uno de los viajes anteriores. Ella le había encargado que le trajera desde Roca una olla. Esteban caminó al camión acompañado de la mujer, llevando la caña y la pieza cobrada al río. Al entregarle la caja donde estaba la olla, también le entregó algo envuelto en papel de regalo: “Es una chuchería” le dijo algo nervioso, mientras guardaba las cosas. Ella agradeció.

- Es lindo ese pescado. Medio grande pa' usté solo.

- Ya veré con quien lo como –dijo Esteban guardándolo en un cajón.

 

Ella iba a decirle algo pero la interrumpió Riffo, que venía desde la balsa. Esteban le ofreció a Alba acercarla a su casa. La mujer le agradeció. Era algo más joven que él, vivía del otro lado del río, a poco menos de una legua. Era la cuñada de Riffo. Había enviudado hacía un par de años. Se quedó a vivir en la casita que estaban construyendo. Tenía un hijo de siete años. Todos la ayudaban. Atendía las mesas en la casa de Rivera, cerca de la balsa, donde el propietario tenía un comedor para quienes pasaban por la ruta.

El cascarón de maderas y hierros crujió cuando ingresó el camión cargado. Los balseros maniobraban las cadenas mientras el agua trataba de seguir su curso, interrumpida por la balsa que bandeaba el río. Alba estaba apoyada en una de las barandas, mirando el agua, jugando con su cabello al que la brisa movía suavemente. Esteban simulaba acomodar la lona en la parte trasera, aunque estaba pendiente de esa mujer a la que iba conociendo de a poco, en cada viaje. “Pasado mañana estoy de vuelta” dijo Esteban al despedirse de los balseros, ya dispuesto a continuar viaje, acompañado de Alba, a quien pasaría a dejar por su casa.

- Si gusta, dejeme la trucha y lo espero a comer el lunes. Las aprendí a preparar lindas –dijo ella, como al descuido, al descender del camión.

 

Esteban retomó la marcha mientras miraba por el espejo retrovisor como se hacía pequeña la figura de Alba, que se quedó observando al camión que se alejaba. Encendió un cigarrillo y fijó sus ojos en la huella. Dio una larga pitada y pensó en que tal vez su soledad se ahogaría a orillas del Limay.

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