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| 08/05/2022

La peluquería

La peluquería
Foto: Facundo Pardo.
Foto: Facundo Pardo.

Algún día nuestras madres, las grandes marcadoras de tiempos y administradora del hogar de aquellos años, decidían que había que ir a la peluquería. Nos dejaban cambiaditos y con el pelo limpio, con la orden de no salir a jugar. En mi caso, llegado el momento, “bajaríamos” con mi viejo a la peluquería, una que estaba en una galería, en la primer cuadra de Mitre. Era la de don Salvador Tomasello, un Siciliano venido a Argentina, que contaba en su currículum el haberle cortado el cabello al Presidente Frondizi, durante una estadía en la residencia El Mesidor.

Uno de los planes más lindos que puede tener un niño es salir con su padre al centro. Mi viejo andaba en un camión Ford 350, el cual estacionaba en la misma cuadra. Había lugar para estacionar entre los autos de entonces, de tamaño y motor más grandes que los actuales, de chapas firmes y paragolpes cromados.

En esa galería había locales que poco me importaban, salvo el de una veterinaria, que en su vidriera, tenía unos sapos de cerámica. Estaban en un quirófano, operando a un paciente: El cirujano y los instrumentistas de impecable guardapolvo. Me quedaba allí mirando esa escena mientras el viejo ingresaba a la peluquería y se prendía en la charla con los otros clientes de don Tomasello.

Una vez dentro del local, sentado en el sillón, sentía como aquel hombre, sin dejar de hablar con los demás, comenzaba a bombear con su pie un pedal que hacía que me elevara, hasta quedar a la altura que a él le resultara cómoda, mientras tanto, conversaba con los presentes, mirándolos por el espejo.

Me colocaba un inmenso delantal para luego rociar mi pelo con un spray que salía desde una pequeña botella, que tenía una manguerita con una tetina en el extremo, la que accionaba para expulsar esa lluvia que me hacía cerrar los ojos.

Don Tomasello tendría variedades de cortes de la época, pero en mi caso era el de casi todos los pibes: una rapada por los costados y la “champa” arriba, para que la vieja nos hiciera la raya al costado y un prolijo jopo por delante.

Aquel hombre tomaba un peine de color blanco, que parecía estar asomado, como espiando, desde un bolsillito a la altura del pecho. Luego una tijera, a la que movía insistentemente, como un tic, aun sin cortar mis cabellos, mientras seguía el hijo de la conversación. Acto seguido tomaba la doble 0, que era una especie de peine con filos, a los que accionaban dos patas que manipulaba con su mano, rapando la cabellera. Si la situación lo requería, detenía su faena y giraban, para dejar de mirar a los presentes por el espejo y hacerlo de frente.

Por ahí recibía a alguien que venía a revisar un billete de lotería, que vaya a saber por qué extraña asociación, se vendían en las peluquerías. Se exhibían en la vidriera, colgados de una especie de cordel. En alguna de las paredes había unas inmensas sábanas de papel llamados extractos, que eran los de la jugada pasada. En la parte de arriba, en negro o naranja, el numero principal, un poco más pequeños otros premios y los más chicos que eran cambiados por un nuevo billete.

Vaya a saber cuánto tiempo pasaría hasta terminar el corte. ¡Para mí era una eternidad!, sumada a la ansiedad por volver pronto a las veredas de tierra y juegos junto a los demás pibes del barrio.

Hoy, en esa galería, siguen los mismos locales, aunque lo que hay en su interior dista bastante de la veterinaria y la peluquería. Hay una variada oferta de artículos regionales y otras cuestiones para turistas. Estoy casi seguro que alguno de ellos, entre las estanterías y escaparates, cuando se hace un poco de silencio, debe escuchar el ruido de las tijeras y sentirá en su cara el espray que mojaba los cabellos.

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