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| 01/05/2022

La pasión de pintar

La pasión de pintar
Fotos: Matias Garay
Fotos: Matias Garay

Eva Klewe tiene en sus ojos el color y las distancias del mar. Ese que atravesó apenas con dos años de vida, cuando sus padres decidieron zarpar desde una deprimida Alemania de los 30 rumbo al “fin del mundo”. Desde sus 86 años, sube pacientemente la escalera y abre las cortinas de ingreso al atelier, en el primer piso de su casa. Pareciera que corre un telón, para que salga a escena todo el fruto de su inspiración, esa que va marcándole el rumbo a sus manos sobre la tela, dejando huellas de pinturas y oleos.

En todos los ambientes de su vivienda hay pinturas que forman parte de su mundo y de ella misma. También hay esculturas, en estantes y en el jardín. En una de ellas, junto a la puerta de entrada, un gato disfruta el sol de la mañana, asociando la perfección de su figura a todo el entorno.

Se sienta en el sillón donde suele pintar o simplemente observar sus cuadros, esos, a los que antes de darlos por terminados, los mantiene bajo observación un tiempo, descubriendo detalles, corrigiéndolos, hasta dar la “pincelada final”. Allí mismo a veces, deja que su mente resuelva cosas que luego ha de plasmar en las telas. Con el mismo detenimiento con el que pinta las cumbres nevadas, también lo hace con las espinas de una rama de rosa mosqueta, junto a la que pareciera estar parado quien mira el cuadro que firma Eva.

“Aprendí a caminar y a pintar casi al mismo tiempo. Mi madre era una muy buena dibujante. El ambiente de mi casa se daba para ello. Germán, mi padre, era fresador de piezas pequeñas y Berta, mi mamá, había hecho la escuela superior de arte en Berlín. Tengo guardadas sus obras. Ella pintaba retratos y paisajes. Cada cumpleaños me regalaba lapicitos y papel. De jovencita tuve maestros muy importantes que me fueron formando un estilo. En Buenos Aires mis padres pusieron un taller de cerámica artística y comercial. Yo tenía 12 años y ya trabajaba ahí. Mi primer cuadro fue un caballito rojo que todavía conservo. En ese taller se dibujaba, pintaba, modelaba… Por eso en mis pinturas hay textura, porque me gusta el modelado”.

Los Klewe vivieron un tiempo en Villa Ballester, luego en Florida, se mudaron a Villa General Belgrano (Córdoba) y a La Pampa. La pequeña Eva, ya adolescente, pintaba en acuarela paisajes, montañas y lagos, aun sin conocerlos.

El destino jugó sus cartas e hizo que un distribuidor mayorista llegara hasta el taller de Klewe y le encargará piezas de cerámica con la inscripción de Bariloche, para ser vendidas en nuestra ciudad. Poco tiempo después Germán llegó a Bariloche acompañado de su hija Eva, quien confirmó en su sangre el llamado de esta tierra cordillerana, para pintarla. La pequeña quedó una temporada en casa de unos amigos de los padres y recuerda largas caminatas por las montañas y bosques con sus papeles y lápices.

El año 53 encontró a Germán y Berta radicados en Bariloche. Eva, se quedó en Buenos Aires. Allí, apenas con 16 años, contrajo matrimonio con Eugenio Burnovich, un descendiente de polacos que trabajaba en el taller de la familia. “Ese mes que me quedé acá fue hermoso. Andaba por ahí con mis dibujos todo el tiempo. ¡Todavía los tengo guardados! Después de casada veníamos siempre en los veranos a visitar a mi padre. ¡Desde Buenos Aires en un Fiat 600, cargado de cosas! Hasta que en los años 90 nos radicamos definitivamente”, dice esta pintora que reconoce tener más de 1.700 cuadros y dibujos.

“Llevo más de setenta años pintando el sur. Me acuerdo del momento en que pinté cada cuadro. ¡Son hijos de uno! Siento que la pintura para mí es un mandato. Algo me indica lo que tengo que ir haciendo, parece que viene una sugerencia de algún lado. He recibido pedidos de esculturas y bustos".

"En Río Grande (Tierra del Fuego) hay una escultura mía. Tengo otras en San Telmo. En una parroquia de Santiago del Estero hay una escultura de tres metros. Fue un encargue de un cura al que conocí, como hace cuarenta años. Me sucedió algo muy fuerte. Yo le iba escribiendo cartas de cómo iba la obra. Tiempo después comprobé que eran 33: La edad de Cristo”, contó.

Eva Klewe pasa sus horas en su atelier, dejando que el arte fluya en ella: desde su violín, sus notas, poemas, dibujos y pinturas. A veces, en silencio, recorre con la mirada sus obras, deteniéndose en cada una de ellas, acariciándolas y conectándose con el momento de su creación. Mansamente espera que llegue la inspiración. A veces con solo encontrar un clavo oxidado que está en el suelo, ve representadas detrás de él una colina, un cielo tormentoso y tres cruces. De allí, por ejemplo derivó su serie "Oremos". O tantas otras series que cada tanto expone en alguna sala de nuestra ciudad o en otras de nuestro país o el exterior. Actualmente, se encuentra abocada a la edición de su segundo libro, con la ayudad de Natalia y Pamela, dos nietas que entre ideas y mimos van documentando la obra de su abuela.

 

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