EMOCIONES ENCONTRADAS

| 19/12/2021

El comisario Ruiz

El comisario Ruiz

El comisario Dalmiro Ruiz estaba sentado en su escritorio cuando ingresó al despacho el cabo Ravarta, diciéndole que afuera había un vecino denunciando que le habían robado el caballo. El comisario se quedó en silencio, con la calabaza del mate en sus manos y la mirada perdida entre unos papeles. Era un hecho menor, un robo más que apenas alteraría la calma de ese octubre del ´39 en Río Chico. Le dijo al cabo que le tome declaración, que mas tarde pasaría por el lugar a inspeccionar y recabar más datos.

 Así lo hizo. Cruzó la perezosa siesta pueblerina, caminando por el centro de la calle, haciéndose cargo de ella, mirando en todas direcciones, comprobando lo obvio: a esa hora todos duermen.

Llegó al solar de Isidro Reyes, donde además de la vivienda, ubicada al fondo, se veía al frente un modesto almacén comedor y por la calle lateral, una hilera de piezas, en las que se alojaban algunos pensionistas circunstanciales: gente que venía al pueblo por algún trámite o de paso hacia otro lugar.

Reyes le contó que hacía un mes más o menos (no recordaba bien), llegó un tal Ruiz, al que le llamaban “El Indio”, que iba y venía todos los días, aparentemente conchabado por Vialidad.

También contó que era muy callado, que había desaparecido la mañana anterior y junto con él, el caballo bayo, causante de la denuncia.

Dalmiro Ruiz miró fijo a Reyes, desde sus ojos negros, con el ceño fruncido, casi invitándolo a callar, cuando le dijo que “El Indio” tenía su mismo apellido. Le pareció una sonsera, como si no pudiera haber gente que lleve el mismo apellido sin siquiera ser pariente. Se alejó hasta la habitación que ocupara el sospechoso, pensando en qué clase de indio sería para llevar de apellido Ruiz. Pocas cosas habían en el interior de la pieza: una bombacha rotosa, un viejo sacón de cuero tirado en el catre y sobre la mesa, en un rincón, una pavita y el mate.

Volvió a salir al patio, casi escapando de ese lugar que le provocó cierto ahogo, por la oscuridad y la suciedad que lo habitaban. Pensó que el fulano había salido de apuro o era un chambón, al dejar sus pertenencias. O no les daba importancia o volvería.

Por la tarde, el comisario supo que el sospechoso, efectivamente trabajaba de peón en vialidad. Alguien le aportó que venía de Ojo de Agua. Hacia allí decidió partir el comisario la mañana siguiente. Apenas aclaraba cuando el traqueteo de la camioneta quebraba la calma del campo aledaño al camino.

Se había puesto su ropa de civil, para pasar desapercibido, sabiendo que el uniforme podía despertar algún resquemor a quien interrogara. Se le hizo corto el viaje, pensando en su trabajo, el que le gustaba. Más allá de lidiar con problemas como el que lo ocupaba en ese momento, no tenía grandes sobresaltos.

Un par de hechos de sangre habían quedado marcados muy fuerte en su memoria, pero el lugar era tranquilo y él se encargaba de “llevar con rienda corta” (como solía decir) a sus vecinos, imponiendo la ley.

Poco le costó dar con la casa de un tal Ruiz, quien según le dijeron, se había ido para el lado de Rio Chico hacia un tiempo, que vivía solo con su madre anciana, a la que dejó al partir. En esas soledades todo se sabe. Al final de una huella, más acostumbrada a las ruedas de un carro que a las de una camioneta, estaba la precaria casita, debajo de un árbol plateado, recostada contra una pequeña loma. El caballo bayo estaba atado a un costado de la casa. Cuando detuvo el motor, Dalmiro Reyes pensó en cómo le llevaría ese caballo de regreso a su dueño. Casi sin proponérselo, tanteó el revólver que llevaba ajustado al cinto, oculto por el saco. Deseaba no tener que usarlo, pero debía estar advertido ante cualquier desborde del tal Ruiz, a quien interrogaría. Su olfato le decía que no iba a hacer falta pero en el gesto de tantearlo, dio por comenzado el operativo.

Justo en el instante en que cerró la puerta de la camioneta después de descender, vio la figura de “El Indio” que se recortaba en la entrada de la vivienda. Le pareció un hombre manso, casi de la misma talla que él y hasta le resultó parecido. Lo miraba con la cabeza a un lado, casi de reojo. Dalmiro no alcanzó a entender si era desconfianza o vergüenza, pero intuyó que ese hombre sabía el porqué de su presencia allí.

Lo vio avanzar hacia la camioneta, arrastrando sus pasos por el patio, levantando algo de tierra con las alpargatas. Lo notó abatido. Tuvo el presentimiento de que era un buen hombre. Con pocas palabras, entrecortadas, le hizo saber que no había tenido opción, que alguien se acercó a la pensión y le dijo que su madre estaba sola y enferma. La cuidaba una tía que había fallecido semanas atrás. “Alcancé a llegar justo cuando daba el último resuello mi viejita”, dijo.

El comisario lo escuchó con atención, lejos de justificarlo, pensó que él también habría desesperado. Los dos hombres caminaron lentamente por el patio, hasta la tumba donde descansaba la madre del Indio Ruiz. Comieron algo de carne que asó el dueño de casa y contaron de sus vidas, alejados de sospechas, cara a cara.

“Soy indio por parte de madre y Ruiz por parte de padre”, dijo el hombre, sonriendo por primera vez. Contó que al poco tiempo de nacer, quien fuera su padre se fue con una comparsa de esquila y nunca volvió. Algunos lo mentaban viviendo por Yuquiche. “Mire como son las cosas: Ahí nací yo”, dijo asombrado el comisario. Coincidieron en el asombro de saber que se habían criado a unas pocas leguas uno del otro y tener recuerdos de relatos escuchados que hablaban de las mismas personas y cuestiones.

Caía la tarde cuando el comisario Dalmiro Ruiz ingresó a la comisaría. Le pidió a Ravalta que le prepare un mate y se recostó en su sillón, mirando hacia el campo, desde la ventana frente suyo. Recordó cuando llegó a Rio Chico como agente policial. Aun siendo mozo dejó su casa en Yuquiche y partió a Roca. Lo conmovió el relato del Indio Ruiz, por ser tan parecido a lo que a él le había tocado en la vida: una madre sola, abandonada por un hombre que solo le dejó una criatura y su apellido. De pasada le había dicho a Reyes que lo de su caballo estaba resuelto, que en un par de días estaría de regreso y que se olvide del asunto. Dio un sorbo profundo a la bombilla, haciendo roncar a la pequeña calabaza que sostenía en sus manos. Había sido un día intenso, casi emotivo para él, no acostumbrado a esos sentires sino más bien a la firmeza que demandaba su cargo.

Esa mañana, cuando salió en busca de un caballo robado, no pensó que se encontraría con su hermano, llamado “El Indio” Ruiz.

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