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| 21/11/2021

El puestero Ismael

El puestero Ismael

Había salido temprano del puesto con la idea de recorrer el “cuadro de arriba” (así llamaban al cuadro ubicado en la planicie).

Decidió ir en el caballo que había terminado de amansar hacía unos meses, un gateado que le vendió el patrón, hijo de una yegua parejera. La primera vez que lo vio, aún potrillo, Ismael quedó deslumbrado por la estampa que tenía ese joven animal. Fue entonces que le solicitó al patrón poder adquirirlo. Lo amansó con mucha dedicación, poniendo en ello toda la sabiduría adquirida en años.

De muchacho había ayudado a don Lucio, quien le enseñó los secretos del amanse “de abajo”. Estaba feliz. Lo echó a galopar en el mallín, sintiendo como el animal resoplaba brioso, clavando sus pasos en la tierra, enérgico, casi tan feliz como él. Los perros corrían por delante, levantando a los teros que gritaban, alzando el vuelo.

Desmontó en un esquinero para ver a una vaca recién parida que estaba echada junto a unas cortaderas. El ternero estaba bien, amamantándose, ajeno a todo. Ismael se sentó en una piedra cercana y armó un cigarrillo. La mañana estaba soleada. Dio una pitada extensa, saboreando el tabaco en su boca. Lentamente fue recorriendo el campo con su mirada. Desde la altura donde estaba ubicado, podía ver todo el cuadro. Allá a lo lejos se veían algunos caballos y en el faldeo del cerro, a sus espaldas, un piño de chivos parecía una nubecita en el cielo amarillento de coirones y neneos. Se acercó Barbucho, el más compañero de sus perros. Parecía querer decirle que estaba contento. Ismael le agarró el hocico y lo zamarreó, luego le hizo un ademán indicándole que se aleje, que vaya con sus compañeros, que olfateaban entre las matas buscando vaya a saber qué.

Luego de ajustarle el recado al gateado, decidió regresar por la parte baja del cuadro. Marchaba mirando el entorno, atento al paso de su caballo. Nunca lo había sacado tan alejado de la casa. Lo notaba tenso, obedeciendo las riendas, pero algo molesto.

Ismael comenzó a silbar suave, para él nomás, pensando que después de la señalada le iba a pedir unos días al patrón para ir hasta Zapala. Allá estaban su madre y un par de hermanos. Ya hacía casi un año que no los veía.

Llegando al puesto, sin saber por qué, el gateado se espantó. Ismael estaba distraído, acomodando el estribo en su bota. Prácticamente no alcanzó a reaccionar, apenas atinó a apretar las piernas y tirar de las riendas, pero ya era tarde. El caballo se abalanzó. Ismael alcanzó a agarrarse del recado, pero cuando el animal clavó sus manos en la tierra levantó el anca, arrojándolo hacia adelante. La caída duró apenas un instante, una porción de tiempo ínfima, la cual le pareció una eternidad. Vio pasar por su mente parte de sus días en la estancia, algunos reflejos de su niñez y otras cosas que no entraban en tan poco tiempo real. Luego de tocar el suelo, entre la polvareda de su caída y los corcovos del caballo, que se alejaba al galope, sintió un dolor lacerante en la cadera. Había caído justo encima de una piedra. Era una sensación extraña: le dolía pero no sentía la pierna derecha. Intentó moverse pero algo en su mente le bloqueaba la pierna. Sin querer soltó un grito, apretando los dientes. Barbucho, tal vez alertado por ello, se acercó y lamió su cara. En un esquicio que le dejó el dolor, intentó pensar en qué hacer. Nadie lo encontraría allí, salvo la circunstancial visita de algún compañero, pero ello no era habitual.

Miró en dirección a la casa, a unos quinientos metros. Allí estaba el teléfono, desde donde podría llamar al casco pidiendo ayuda. El asunto era llegar hasta la casa. No se podía mover y cada vez le dolía más la cadera. Estaba seguro de haberse quebrado. Pensó en el precio que le estaba pasando su soledad. A sus treinta y cinco años la disfrutaba, pero sintió que de haber estado con alguien, notaría su ausencia y saldría en su búsqueda. Miró hacia atrás, allí estaba el alambre, a unos pocos metros de donde se hallaba tirado. Lo recorrió con la mirada y evaluó que tomándose de él podría arrastrarse hasta la casa. Era la única manera, ya que no se podía parar. Cada movimiento que realizaba le arrancaba desde lo más profundo un grito de dolor que le recorría todo el cuerpo.

Barbucho, entendiendo la situación, estaba a su lado y gemía. ¿Cómo saber cuántas horas le tomó llegar hasta la casa? Luego de dejar el alambre, cruzó el patio arrastrándose, hacia atrás. El golpe en la piedra al caer, había rajado su bombacha, por lo que  sintió la piel lastimada al raspar con el suelo. Le dolían las manos y el cansancio le entrecortaba la respiración.

Ya dentro de la casa pudo llegar al teléfono, que para su suerte estaba en un banco contra la pared, lo que le permitió no tener que levantarse. Nadie le contestó. Seguramente los patrones andarían por el pueblo y la gente que trabajaba en la casa ya se habría retirado. Estaba atardeciendo cuando se quedó dormido. Despertó, ya de noche. Volvió a insistir con el teléfono, pero no tuvo éxito. Seguramente los patrones se habrían alojado en la casa del pueblo y recién a la mañana alguien escucharía el teléfono. Tenía mucha sed. No había tomado agua desde la mañana. Miró la pileta que estaba enfrente de donde se hallaba recostado contra la pared. Tal vez si intentaba incorporarse podría llenar un vaso de agua. Lo intentó dos veces pero el dolor lo hacía caer hacia atrás. Una vez más. Se aferró a la silla que tenía a su derecha y lo logró.

Le temblaba la mano que sostenía el vaso, por el esfuerzo y la tensión del dolor. Estiró la mano y pudo tomar un pan que estaba en el estante. No quiso aventurarse hasta la cama, sería demasiado esfuerzo. Decidió volver a apoyarse en la pared y allí esperar a que llegue el nuevo día.

Cuando Ismael abrió los ojos en el hospital de Junín de los Andes, no entendía muy bien donde estaba. Respirar el extraño aire de la sala de Cuidados Intensivos dejaba muy lejos al aroma de la bosta seca ardiendo en la cocina y el de los pastos del campo. Un arco metálico, por encima de la cama, sostenía parte de su cuerpo, a través de unos alambres. Otra vez un alambre, parecía ser el sostén de su vida. Vagamente recordaba la voz de Rosita, quien atendió el teléfono aquella mañana y escuchó la voz entrecortada, pidiendo ayuda. No recordaba más nada. Cuando volvió a la estancia, luego de casi un año de rehabilitación, alguien le contó que al gateado lo habían vendido. Al principio lo lamentó, después pensó que estaba bien, verlo por allí le recordaría el accidente. Lo esperaba algo más que el parque del casco de la casa principal, del cual se haría cargo. Allí estaba Barbucho, esperándolo en la nueva casa.

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