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| 14/11/2021

El herrero

El herrero

Terminó de tomar el último mate. La bombilla hizo rezongar la calabaza entre sus manos. Afuera estaba lindo, era de esas mañanas de primavera que ya amaga dar paso al verano. Una de sus hermanas le había traído a su papá, ese domingo pasaría el día con ellos. Don Antonio vivía con la hija mayor pero los fines de semana lo llevaban a lo de alguno de los cuatro hermanos, para darle descanso a la que asumió su cuidado y también para estar un rato con él. Ya no podía vivir solo. Andaba bastante perdido, los años habían dejado poco de aquel robusto herrero, que junto a doña

Ester, les dio la vida. Ella había partido hace años y ahí quedó él, al cuidado de sus hijos.  La nieta mayor lo había sentado en un sillón en el patio, el sol entibiaba y allí estaba el abuelo, con la mirada perdida, en su mundo. Rubén lo vio de paso hacia el quincho. Era cerca de mediodía y se disponía a hacer fuego para el tradicional asado del domingo. Limpió un poco la parrilla y, mientras disponía unos troncos de laura sobre unos papeles para hacerlos arder, lo miró allá en el patio. Se quedó inmóvil un momento, recordando aquella mañana, también de domingo, en que don Antonio llegó con su soldadora y unos hierros que cargaba en su camioneta para hacerle la parrilla. Le pareció sentir el aroma de la soldadura y la descarga del electrodo sobre el hierro. Aunque no había heredado el oficio, de chico siempre lo ayudó en el taller, un poco por las ganas de estar con su padre y otro poco para hacerse de alguna propina. Lo ayudaba a encender la fragua, alcanzarle las herramientas y sostener los hierros, mirando hacia atrás y cerrando los ojos mientras Antonio soldaba.

De paso a la cocina, para buscar la bandeja con la carne, su padre le preguntó: “¿vino el vasco?”. El vasco era su amigo del alma, fallecido hacía años. Casi todos los días pasaba a tomar mates por el taller. Desde temprano preguntaba obsesivamente por él. “No papá, no vino” respondió Rubén, casi como un reflejo. Recordó aquellos días en que le ayudó a levantar ese quincho. Aunque Antonio era herrero, se las ingeniaba con la albañilería y con mucho esfuerzo fueron levantándolo. Adecuó la carne sobre la parrilla y esparció unas brazas por debajo. Comprobó que el fuego fuera suficiente, picó un pedazo de queso sobre una tabla y se dirigió al patio, donde debajo del abedul estaba Antonio, con un sombrero que le había puesto su nuera. “¿Vino el vasco?” volvió a preguntar. A Rubén se le escapó un suspiro de comprensión mesclada con algo de fastidio. Una pequeña brisa que cruzó en ese instante, fue como una caricia de agua fresca en su cara, lo puso en tro lugar, lejos del quincho, el fuego y la parrilla. Vio a su padre con la mirada perdida entre las flores del jardín y le puso un pedazo de queso en la mano. Recordó aquel día de su cumpleaños número ocho, en ese agosto nevador de tantos años atrás, cuando al levantarse encontró una tremenda caja que contenía un Mecano. ¡Lo había soñado tanto y allí estaba!. Su padre se había ido temprano al taller. Lo esperó durante todo el día, mirando por la ventana, ansioso esperando ver llegar la camioneta. Le había prometido aquel regalo pero ahora necesitaba de su ayuda para entender todas aquellas piezas, varilla, tornillos y tuercas. Cuando llegó Antonio, ese niño no lo dejo ni sacarse el overol, invitándolo a la sala donde sobre el piso de madera lustrada, tenia desparramado el Mecano. Ahora lo asaltaba el recuerdo del olor de las manos del herrero, la rudeza de ellas, acostumbradas a la fragua y el yunque. Lo volvió a ver pacientemente enroscando las tuercas en las varillas, para que aquel deslumbrado pequeño aprendiera. Una y otra vez lo fue corrigiendo. Varias noches de aquel invierno los vieron juntos armando maquinas y estructuras, tarea solo interrumpida por doña Ester que los llamaba a la mesa.

Una diuca cantaba desde el árbol y la brisa fresca que cruzaba por la sombra del árbol lo llenó de dulzuras. Le tomó la cara de Antonio entre sus manos y vio como lo miraban aquellos ojos, ya sin el brillo de antaño. La piel parecía una seda, en la que aquel hijo dejó un beso silencioso y profundo. “No papi, el vasco todavía no vino”

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