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| 17/10/2021

El canto de un gallo

El canto de un gallo
Foto: Matías Garay
Foto: Matías Garay

Aquella mañana Julia se había levantado como todos los días, cumpliendo casi la misma rutina: hacer fuego en la cocina y luego de encender la radio, cruzar el patio hasta la vertiente a buscar agua para lavarse la cara. El día ya comenzaba a desperezarse en el cielo de aquel octubre. Cargó la palangana que estaba sobre una banqueta en la pequeña galería de la entrada y se lavó las manos y la cara. Se miró en el espejito redondo enmarcado en un plástico de color verde que colgaba de la pared y comenzó a alisarse el pelo. Lo hacía de manera pausada, dejando que el cepillo se deslizara sobre los largos  cabellos blancos. Lo ató con una cinta celeste y entró a la cocina para calentar agua y tomar una taza de cascarilla. Se sentó en la banca junto a la ventana que daba a la parte de atrás de la casa. Como un ritual de los últimos veinte años, miró la foto de Ernesto, quien fuera su compañero. Se conocieron para una señalada, en lo de Domínguez. No hubo tiempo para casamiento, solo una escapada nocturna. Los padres de Julia no aceptaban a ese hombre, de quien solo se sabía que estaba conchabado en lo de los Barrutia. Decían que venía de Chile, que había bajado de una veranada por la zona de Neuquén y que después se hizo para el lado de la meseta rionegrina. Aquella noche acordaron que cuando todos durmieran Julia se iría hasta atrás del corral donde entre los árboles la esperaría Ernesto. Tres días de a caballo anduvieron para poner suficiente distancia entre esa casa que iba a quedar atrás para siempre y lo que les deparara el destino.

Julia se sirvió la taza de cascarilla. Antes de sentarse a la mesa, se asomó a espantar al gallo que porfiaba cantando en la galería, bajo el alero. Ya lo había hecho al aclarar, pero esa mañana lo hacía insistentemente. Julia decidió estar alerta, sabía que cuando el gallo canta cerca de la puerta anuncia visita, según la tradición de la zona. Antes de entrar, miró a la huella con desánimo, casi segura de que nadie llegaría. Tomó un largo sorbo de cascarilla con la mirada perdida entre las flores del hule color celeste. Recordó aquella mañana en que llegó una camioneta con unos policías. Una sombra le cruzó el pensamiento, no era habitual que se llegaran al campo. Ernesto había partido hacía un mes largo con otros compañeros, con un arreo para el lado de Junín. Las palabras de aquel uniformado fueron tan heladas como el aire de esa mañana: Ernesto había muerto. Unos cuatreros los sorprendieron y, aparentemente en la pelea, fue herido de muerte. Se quedó en silencio, viendo cómo se alejaba esa camioneta a la que pronto ocultó la polvareda. Fueron días duros, de no saber qué hacer ni como continuar. Ese campito fiscal en la meseta era su único lugar en el mundo. Algún vecino la incentivó a que se quedara, que la iban a ayudar con el piño.

El canto del gallo en la puerta la sacó de sus pensamientos. Con el repasador que tenía en sus manos lo espantó mientras miraba para el lado de la huella. También miró al cielo, podría ser que el gallo estuviera alborotado anunciando temporal, pero nada hacía presumir que ello sucediera. Estaba limpio, de un celeste intenso por donde resbalaba el sol rumbeando al mediodía. Abrió el corral, no necesitó ningún ademán para que el piño salga buscando el mallín atrás de la loma. Allí ya estarían los animales de Quilaleo y los de Ñanco seguramente. Toki, su perrito, dudó entre seguir a las chivas o quedarse a acompañarla. Ella lo llamó y lo acarició suavemente. Era su único compañero. Había días que solo él era el destinatario de algunas palabras. En esa soledad no había más con quien hablar, salvo ante la visita de algún vecino. Después de todo, la soledad le gustaba. La vida no le había dado opciones, la transitó casi toda en esa situación. Dos grandes dolores cargaban la espalda de esa mujer que caminaba algo encorvada, como si ellos pesaran demasiado para su pequeña figura. El primer gran dolor fue aquel de los quince años, cuando apenas despertaba a ser mujer. El abuso de un capataz en la casa de unos patrones a quienes sus padres la habían dado para que ayudara en los quehaceres de la casa. Un embarazo transitado en silencio, oculto, hasta que llegó esa beba a la que apenas amamantó un par de días, la que le fue arrancada para darla en adopción. Nadie le preguntó si quería ser madre, tampoco si quería dar a esa niña. Un arreglo entre los patrones y un juez había aplastado cualquier tipo de ilusión. No hubo espacio para sentires, solo largas noches en las que Julia empapaba de llanto la almohada. Por eso, cuando conoció a Ernesto vio en él una luz de esperanza, alguien que la arrancara de ese lugar que le representaba un dolor demasiado grande para su corta edad. Nadie la buscó luego de la huida, o porque no la hallaron o porque no quisieron, vaya a saber. De Ernesto por lo menos le habían quedado un par de fotos y algunas ropas, más de aquella beba solo esa maravillosa sensación de la piel, como una seda a la que algunas noches de insomnio a Julia le parecía volver a tocar. Había días, como ese que transitaba, que la pena le hacía arrastrar sus pasos por el patio, era cada tanto, pero el dolor la obligaba a acurrucarse en las sombras de su pieza o a salir a caminar por el campo. Tal vez esa tarde lo haría. Con los años sintió una culpa que crecía, que a veces se ensañaba con ella y a la que solía decirle que no tuvo armas para oponerse, que más de una vez quiso saber de ese gajo suyo. Decidió ir hasta la despensa que estaba detrás de la casa a buscar un pedazo de carne que colgaba en la fiambrera. Sintió los ladridos de Toki.  Miró al campo y vio venir dos personas de a caballo. Uno era el gateado de Ñanco montado por la Carmen,  la hermana de él, que trabajaba en el juzgado de paz de El Caín. La reconoció, aunque no la veía desde el camaruco de marzo. El otro caballo también era montado por una mujer, algo más joven que la Carmen. Las dos recién llegadas vestían ropas puebleras, que contrastaban con la pollera floreada y el saco de lana que llevaba puesto Julia.

Cuando Carmen terminó de hablar, un silencio espeso se apoderó de la cocina de la casa. Solo se escuchaba el grito de unos teros que llegaba desde el mallín. El gallo ya no estaba junto a la puerta, quizás se alejó con la satisfacción del deber cumplido. En la  cocina, se sentía el sollozo contenido de esa mujer que la acompañó, de nombre Soledad. Julia la miró y sacó el pañuelo que llevaba metido en la manga de su saco de lana y secó una lágrima que rodaba por su mejilla. Algo se había roto en su pecho y amenazaba desbordarse. Carmen se puso de pie y salió al patio, en busca de ese aire que le faltaba. Había dado noticias de muertes, tuvo que ordenar detenciones y varias otras cuestiones que curtieron su piel, pero este momento le había costado. Miró hacia adentro de la cocina, a través de la puerta que había dejado abierta. Justo en ese momento vio como Julia llevaba sus manos a la cara, tratando de detener el estallido de llanto que la dobló sobre la mesa. También pudo ver como Soledad se incorporaba y rodeaba la mesa para abrazarla. Dijo solo cuatro palabras que llenaron la casa y retumbaron en los cuatro puntos cardinales de las almas allí presentes: “Yo te perdono, mamá”.

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