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| 25/07/2021

El piño perdido

El piño perdido

Nicandro se despertó de la siesta. El monótono golpeteo del reloj despertador era lo único que se escuchaba en la soledad de su ruca; no necesitó mirarlo para saber que eran las tres. Una leve briza movió una rama del sauce cercano que raspó el techo. Se colgó del cuello la toalla y caminó hasta la vertiente, allí estaba la palangana, dentro de la cual puso algo de agua para lavarse. Miró el cielo y vio algunas nubes que se iban hacia el oeste. Como cada día, luego de tomar algunos mates, rumbearía al este a buscar el piño, al que había soltado en la mañana. Como parte de un ritual, acompañó a su pequeña majada hasta la loma y allí observó cómo se alejaban rumbo al mallín. Hacia allí partió después de tomar mate y dejar cargada la cocina, para encontrar tibio el vientre de su hogar al volver. Viudo desde hacía cinco años y con sus dos hijos en la escuela de Colán Conhué, la soledad y la pobreza se habían ensañado con él. A veces le resultaba pesado el silencio de sus días. Ellas dos, en la inmensidad de la estepa, eran difíciles de sobrellevar.

Al pasar, abrió la tranquera del corral, ya que cuando venían de regreso los chivos ingresaban solos. Ese mes de julio había venido muy frío, un poco más que de costumbre. Caminó una hora más o menos, hasta donde el piño pastaba, rara vez se alejaba de ese mallín. Al llegar, le resultó extraño que no estuviera allí. Pensó que se habría alejado algo más. Toda la vida cuidando chivos, sabía que eran muy caminadores. Subió al cerro al que llamaban Negro, por lo oscuro de las piedras que lo coronaban. Oteó en todas las direcciones, pero no vio a sus chivos. Una sombra, como las que comenzaba a dibujar la tarde entre las piedras, le cruzó el pensamiento. Algo no habitual había sucedido. Decidió regresar a la ruca; de no hacerlo lo agarraría la noche. Le preocupaba demasiado la soledad del piño a campo abierto como para conciliar el sueño. Decidió que a la mañana temprano le pediría el caballo a Rafael, un vecino del fiscal, a dos leguas de su casa, para recorrer algo más lejos.

–Se te deben haber ido pal lao'e Acuña –le dijo Rafael.

–Raro, che. Nunca lo han hecho.

–Esas porquerías son caminadoras –sentenció su vecino.

Anduvo toda la mañana, no vio nada. Se alejó hasta lo de Acuña, pero él tampoco le aportó ningún dato. A la preocupación, se sumó la angustia. Nunca le había sucedido algo así. Alguna vez se le extravió una que otra chiva, pero nunca el piño entero. Esas cincuenta cabezas eran todo lo que tenía.

–Pa'colmo son mansas, capaz que me las arreó alguien –dudó, al entregarle de regreso el caballo a Rafael.

Durante dos días recorrió el paraje, preguntando a otros pobladores si sabían algo, pero la respuesta siempre fue negativa. Subió un par de veces al cerro Negro, el mojón de la zona: desde allí se dominaba una vasta extensión, pero no vio nada. Ya la desilusión se había apoderado por completo de su alma, quitándole sueño y apetito. El tercer día decidió salir aun antes de que aclare, con la idea de llegar hasta Bajada Colorada, hacia el norte, último lugar donde imaginaba que podrían haber ido. Llegó cerca del mediodía, sin dejar de volverse cada tanto ni de mirar en todas direcciones, con la ilusión de ver a sus chivos. Vio a lo lejos la capillita del Maruchito. Sin saber por qué, se acercó. Un viento helado cruzaba el paraje, envuelto en un poncho de polvo, obligándolo a cerrar los ojos. Una sola vez había ingresado al improvisado santuario, fue con la Romilda, antes de que enfermara, justamente pidiendo alivio a sus dolores.

A un costado del modesto altar todavía estaba la foto de ella, junto a un par de flores plásticas, esas que habían llevado aquel día. Todo allí dentro era humilde, como el paisaje y las ofrendas y objetos que había, como el adobe de las paredes, las matas del campo, el canto de las aves y las casas vecinas. Pensó en ese muchachito al que asesinaron junto a la tropa de carros y al que el pueblo elevó a la categoría de santo, pidiéndole favores e intercesiones. Nicandro se sintió totalmente vulnerable, solo y desolado. La pérdida de sus chivos era el golpe de gracia, le había bajado los brazos. Nunca pidió nada, ni a Dios ni a ningún santo, tal vez por eso no se animaba a mirar al cielo. Tenía la vista perdida en el sitio donde descansan los restos del Maruchito. Toda la angustia le cerró el pecho y se derramó en sus ojos. Apretó fuerte el pañuelo que sostenía en su mano y no tuvo miedo de llorar. Estaba solo allí dentro, pero lo haría aunque hubiera alguien más. Ya nada le importaba, para qué guardar tanta angustia. Ya era suficiente. Por eso golpeó el puño rebelde contra la pared.

A la mañana siguiente, ya en su ruca, trató de pensar en lo venidero. Tal vez largarse sin rumbo, a ver qué le deparaba la huella: algún conchabo en una estancia, algo en algún poblado. Sus hijos estarían bien en la escuela hogar, mientras él buscaba algo que oriente su vida. Un sonido familiar lo hizo asomarse a la modesta ventana que daba al este, un murmullo y un tropel que llevaba en sus oídos desde toda la vida, quebrando el silencio de la mañana. Bajando de la loma vio esa punta de flecha color blanco, que apuntaba a la casa, esa nubecita de balidos que le quitaba monotonía al campo y le ponía esa música tan suya. El piño llegó y, como si alguien le ordenara, ingresó al corral.

Romildo contó a quien quisiera escucharlo, que estaba convencido del favor del Maruchito. Ese muchachito milagrero, le había traído a sus chivos desde algún lugar de la inmensidad de la meseta rionegrina.              

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