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| 30/05/2021

Un maestro solitario

Un maestro solitario
Foto: Facundo Pardo.
Foto: Facundo Pardo.

La campana que colgaba de un palo reseco dejó oír su repique, para que llegue lo más lejos que pueda, enredado en el viento, campo adentro, en esa fresca mañana de otoño. Antonio Salcedo se quedó un momento escuchando, con su mano derecha tomada de la soga que amarraba al badajo. Junto a él estaban Germán y Amanda, los hermanitos Quilaleo, quienes fueron los primeros en acercarse. Los demás alumnos irían llegando de a poco, algunos de a pie, otros de a caballo. “Entremos, que está helado”, dijo, refregando sus manos, animando a los hermanos. Antonio era el maestro de la escuela del paraje, había llegado hacía cinco años, apenas con veinte, recién recibido. 

Fue hasta la cocina a tomar un par de mates más, mientras esperaba al resto de los chicos. Miró la carta que estaba escribiendo, la cual descansaba sobre la mesa, cruzada por la lapicera. Estaba fechada en Cushamen, territorio nacional del Chubut, mayo de 1949, dirigida al Ministerio de Educación de la Nación. En ella manifestaba su deseo de ser relevado del cargo. Era una decisión que venía madurando desde hacía un tiempo atrás, cansado de soledad y abandono, sin recursos. La única riqueza era el cariño de la comunidad educativa de ese perdido paraje en la meseta patagónica. En un par de semanas más comenzaría el receso, hasta septiembre, lo cual sería una buena oportunidad para descansar y alejarse. “Mejor irme al finalizar el ciclo y no volver”, pensó, esquivando de esa manera lo dolorosa que podía ser una despedida. No podría contar su decisión a esa gente mirándolos a la cara, sería muy duro; mejor hacerlo desde Buenos Aires, a través de una nota. Sabía el cariño que todos allí le tenían, pero estaba verdaderamente agotado.

La escuela era un pequeño edificio, con una sala utilizada de aula y la cocina-dormitorio del maestro. Afuera, cruzando el patio, el baño y, junto a él, el palenque. Más allá, la inmensidad de la meseta. Una pequeña loma y el campo abierto, sin alambrados. Las rukas donde vivían los pobladores estaban diseminadas en unas diez leguas a la redonda. Antonio entró al aula dispuesto a comenzar la clase. Fernando, uno de los alumnos mayores, lo estaba esperando:

 –Maestro, ahí en la loma´ta el bayito del Tulio –dijo, mirando por la ventana.

Antonio no necesitó más explicaciones para darse cuenta de que aquello no era habitual. Se acercó a mirar.

 –Quédense acá, que voy a ir a ver.

Tomó su saco y salió. El caballo estaba ensillado, lo que confirmó la sospecha de que algo había sucedido. Seguramente llegó hasta allí acostumbrado a realizar ese recorrido cada mañana. Miró alrededor, pero no vio nada. Montó y tomó el rumbo hacia el camino que realizaba Tulio, viniendo desde su casa. Atrás había quedado aquel temor a cabalgar que lo embargaba los primeros tiempos en el paraje, ya lo hacía con solvencia. Tenía su caballo, pero estaba desensillado en el potrero, le hubiese demandado tiempo buscarlo y creyó oportuno apurar las acciones. Luego de una larga planicie, el terreno comenzaba a descender hacia un amplio mallín, que era el lugar donde todos los pobladores llegaban con sus animales, había otros, pero ese era el principal. Bajó con cuidado, echando el cuerpo hacia atrás soltando las riendas, dejando que el caballo decidiera por donde caminar. A mitad de ese faldeo, vio a Tulio, caído junto a una piedra. Se descolgó del recado con premura. No sabía si el niño estaba desmayado o dormido, evidentemente había caído del caballo.

 –Tulio –dijo suavemente, acariciándole la mejilla– ¡Tulio! –repitió, alzando algo más la voz.

Tenía la piel helada, el viento se demoraba en sus cabellos negros. Antonio se asombró de lo que estaba haciendo: tocó la garganta del niño intentando comprobar si tenía pulso. Lo tenía. Calculó que si la entrada a la escuela era a las nueve, debía haberse accidentado alrededor de las ocho, calculando el tiempo que tardaba desde su casa. Debió haber sido cuando aún estaba oscuro. 

¿Qué hacer? Tenía todos sus pensamientos desordenados. Le parecía que recién había dejado la pava sobre la cocina e ingresado al aula. Descartó dejar al niño allí e ir por ayuda. Si iba hasta la casa de Tulio, luego debería volver para llevarlo hasta lo de Alarcón, dueño del almacén, quien tenía una camioneta y desde allí llevarlo hasta la ruta, para llegar al hospital de El Maitén.

 – Maestro –escuchó la voz de Tulio.

 –¿Qué pasó? –quiso saber Antonio.

 –No sé, maestro –balbuceó el niño– Me dormí, parece.

 –¿Te duele algo? –dijo Antonio, tomando la cara del niño entre sus manos.

 –Me duele mucho el hombro y toy mareao, tengo gana´e gomitar.

Antonio fingió calma, pero por dentro desesperaba. Los vómitos podrían ser a causa de un golpe en la cabeza. Allí se dio cuenta del valor de aquel curso de primeros auxilios que les había dado Gendarmería el invierno pasado.

Sentó al niño sobre el recado y lo hizo tenderse sobre el pescuezo del animal, a medio acostar y lo llevó de tiro hasta la escuela. Una vez allí, tomó el caballo de Octavio, uno de los alumnos y partió con el bayo a la asidera. Antes le pidió a Fernando que se ocupara de que todos regresen a sus casas.

 –De pasada, llegate a lo de Tulio y decile a los padres que se accidentó y lo llevo a lo de Alarcón. Deciles que se vengan a la escuela.

Armando vio la camioneta de Alarcón partir por la huella, rumbo al pueblo. Regresó a la escuela. Tulio tenía alrededor de once años. La mayoría de los chicos de allí no sabían bien su edad, se manejaban con la fecha en que los había anotado el juez, que pasaba cada tanto. Pensó en los padres de ese niño y en los demás pobladores, los que, por tanto respeto, apenas lo miraban a la cara; los que se sacaban el sombrero al verlo llegar y le tendían la mano, blanda, casi con temor a tocarlo. También pensó en esas mujeres, madres de tantos hijos paridos en esas soledades. Cuando recién llegó le costó entender de qué se alimentaban, su dieta era precaria y escasa. Lo más probable era que Tulio se hubiese desmayado sobre el caballo por el hambre. Antonio todas las mañanas esperaba a sus alumnos con pan amasado por sus manos y una taza de mate cocido. “¿Cuántas chivas tiene tu papá?”, le preguntó un día a una niña. “Como doscientas”, respondió ella, que apenas sabía contar hasta veinte. Ese era más o menos el número de animales que vio el maestro en el corral de piedras, el día que visitó la casa. Lo llenaba de orgullo ver a esos niños escribiendo las hojas de los cuadernos, también algunos cambios que había logrado en la comunidad, a partir de la escuela, ese rancho desvencijado al que él sostenía solo, desde hacía cinco años.

Tulio estuvo una semana en el hospital de El Maitén y luego regresó a su casa, con una venda en su brazo y algunos cuidados especiales debido a su desnutrición. Al terminar la jornada de aquel día de mayo, luego de regresar de lo de Alarcón y después de contener a los padres de Tulio, el maestro Antonio Salcedo se quedó solo. Deambuló por el aula mirando algunos papeles colgados en las paredes de adobe. Caminó a la cocina y encendió el fuego para calentar algo de agua; no había tomado ni comido nada desde la mañana. Por fin pudo desatar ese nudo que llevaba en su garganta y recostándose en el catre soltó un llanto. No supo bien si era de alegría o de bronca; de agotamiento o agradecimiento. Vaya a saber. Cuando sintió que la pava emitía el sonido típico de que estaba a punto para el mate, se levantó. Vio sobre la mesa la carta que dejara empezada. Apoyó su mano en ella, acariciándola, como si quisiera que esas letras en el papel le dijeran algo. Miró el campo por la ventana, se quedó en silencio. Tomó la hoja entre sus manos y la rompió.

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