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| 16/05/2021

Entre el humo y los relojes

Entre el humo y los relojes

A veces me asaltan recuerdos de la infancia, me toman por sorpresa, al encontrarme con alguien o al pasar frente a algún lugar donde quedaron vivencias. Momentos que pasan, te dan un abrazo y se van de nuevo a ese espacio del alma donde se esconden, mientras vos te quedás con una sonrisa, con un sabor dulce en la boca y un suspiro nostálgico.

Con mi viejo solíamos pasar largas horas a orillas del lago, tirando una y otra vez la cuchara al agua para procurar alguna trucha. Eran épocas en que había “buen pique” y la posibilidad de cobrar una pieza era más que habitual. “Esta se la vamos a llevar a ahumar a Fricke”, decía el viejo, cuando la trucha era de un peso importante. Tiempo después, desde un frasco grande con tapa a rosca, se cortaba alguna feta sabrosa de aquella trucha ahumada por las expertas manos del vecino. También podía suceder que uno fuera a la casa de Fricke, ubicada en Gallardo al 400, a buscar un reloj reparado por él y que estuviera impregnado de ese olor tan particular del ahumadero. En fin, cosas que uno vive y que van quedando en el tiempo. Aquella casa de madera de color grisáceo, con los marcos pintados de verde y un escaloncito en la entrada, era una de las tantas postales de un tiempo ido, con calles y veredas de tierra, donde no existía vecino anónimo y las tristezas y alegrías eran de todos.

Carlos Federico Fricke nació en el Hospital de Bariloche el 29 de abril de 1921. Su padre, Godofredo, era un alemán que había llegado al Río de la Plata como mecánico de un barco al que decidió abandonar y rumbear al sur. En su viaje, encontró, entre otras cosas, el amor. Ganó el corazón de María Robustiana Boock, una preciosa rubia nacida en 1901 en este rincón cordillerano, que era el desvelo de los pocos muchachos de esa aldea que pronto se llamaría Bariloche. Se fueron a Las Bayas, donde Godofredo ejercía su oficio de mecánico. Más tarde, se dedicó a hacer fletes por toda la Línea Sur, siendo el primero de la zona.

El joven Carlos compró su primer vehículo: un Ford A (aún conservado por su familia) y también se convirtió en uno de los primeros motoqueros de la región: recorría todos los caminos de la zona con una Norton, un lujo de aquella época, realizando juntadas de pesca con amigos, entre ellos su más compinche, Johen Llurs. Amante de la montaña y el sky, socio activo del CAB. 

Su primer trabajo fue en la parte contable de la empresa Lahusen, al que después de un tiempo renunció para aprender el oficio de relojería, con Vicente Verquis, quien tenía su comercio en la calle Quaglia al 100. Don Vicente, años después, sería testigo de su casamiento con Emilia Guadalupe Gómez. Tuvo sus propios locales, primero en calle Mitre, más tarde en Morales. Luego de soportar el incendio de uno de ellos decidió trasladarse a la casa de sus padres, en la calle Gallardo al 400. Allí, Godofredo tenía su taller mecánico y a la vez, como hobby, ahumaba truchas, un método de conservación aprendido en su Alemania natal. Al joven Carlos el humo se le pegó por fuera y por dentro, convirtiéndose en un referente de la actividad. Su fama ganó pronto el ámbito de los pescadores, no solo de la zona, también en el país y el extranjero.

 

“Lo recordamos orgulloso, mostrando a su cliente la trucha ahumada, con el cuero aceitado y de color dorado. Él mismo limpiaba las truchas y exigía que se las traigan con la cabeza y las agallas, para poder comprobar que fueran frescas”, me cuenta Ernesto, uno de sus hijos. Cuando era desbordado por la demanda le enviaba trabajos a otros ahumadores que ya comenzaban con la actividad de la que los Fricke fueron pioneros. 

Así iba transcurriendo la vida de este inquieto barilochense, entre el humo y el tic tac de los relojes, su otra pasión. La relojería y joyería también lo rodearon de fama, por su prolijidad y dedicación. Desde un reloj pulsera de afamada marca hasta el reloj de la torre del centro cívico pasaron por sus manos. Como joyero, grababa casi todas las alianzas de casamiento de la época y los trofeos de los eventos deportivos. Para las instituciones hacía su trabajo ad honorem. Afilaba las tijeras e instrumentos de cirugía del Hospital Zonal y todos los sanatorios. “El viejo era tan buen tipo que si alguno le traía un hacha también se la afilaba”, recuerda Ernesto. “Andaba por la casa como con cinco relojes prendidos en el brazo, para controlarlos”

Como integrante de los “Amigos de la calle Gallardo”, formó parte de ese inquieto grupo de vecinos que hacían carrozas para los desfiles de la Fiesta de la Nieve. En una de ellas, una inmensa trucha montada sobre un tráiler, don Carlos iba sentado sobre el techo del rastrojero que la remolcaba, simulando ser el pescador que la tenía enganchada a su línea. Postales de aquel Bariloche que creció y ya no hubo espacio para el humo ni las gallinas ni las largas tertulias de vecinos. Los Fricke se mudaron a Dina Huapi, donde Carlos terminó sus días, en 2008. Hoy un mástil en la plaza de su barrio lleva su nombre. Con su esposa “Lupe”, tuvieron cinco hijos varones: Carlos, Eduardo, Gerardo, Ernesto y Enrique. Alguno de ellos continuó con los ahumados. A su hijo Ernesto, aquella curiosidad por hacer que delicados mecanismos funcionen lo llevó a la electrónica: así como su padre sanaba mecanismos de relojes, él lo hace entre transistores y cables. Allí, en su comercio, cada vez que paso, nos detenemos a conversar un poco de aquellos tiempos y de “los viejos”. “Mi papá solía sincronizar los relojes, los cucú y los de péndulo, para que suenen todos al mismo tiempo, ¡la casa era un concierto! ¿Te acordás de “El Piche” (un personaje del pueblo, esa mezcla de loquito y linyera, muy querido por todos)? Un día entró en la relojería preguntando si estaba reparado un reloj que solo en su imaginación había dejado para arreglar. Lo atendió mi mamá. Él preguntó por don Fricke, a lo cual mi mamá, mintiéndole, le contestó que no estaba: 
–Mi marido viajó a Suiza –le dijo.
–Ah, seguro fue a buscar el repuesto de mi reloj –fue la respuesta de El Piche.

¡Qué lindo recordar a estos personajes! Don Carlos, alto, espigado, miraba a veces a quienes llegaban sin sacar de su ojo la lupa con la que escudriñaba el corazón de los relojes: curioso, dedicado e inteligente supo dejar una huella en nuestro medio. A mí me queda el recuerdo de ese sabor intenso de la trucha ahumada y el tic tac de los relojes que pasaron por sus manos y marcaron por décadas el tiempo de nuestro pueblo.

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