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| 09/05/2021

Estar ahí

Estar ahí

A veces la vida nos pone frente a situaciones para descubrir que estamos preparados para transitarlas o, luego de analizarlas, entendemos que el destino nos pidió que estuviéramos allí. Esa sensación de ser “elegido”. Algo de esto le sucedió a Mariano Campi, un bonaerense radicado en nuestra ciudad desde el año 96. Constructor (de cuestiones materiales y de sueños), carpintero desvelado por ayudar, desde sus pasiones, a los más necesitados. En la actualidad, además de su labor docente, fabrica estufas a leña y ayuda a construir casas con escasa erogación de dinero y mucha imaginación, utilizando materiales naturales, para quienes lo necesiten. Alguna vez, junto a su familia, se hizo a las rutas de América con un viejo colectivo Bedford, convertido en motorhome, cambiando hospitalidad por mano de obra, fabricando y vendiendo artesanías, demorándose lo que fuera necesario para conocer lo que hay por debajo de la piel de las gentes de la patria grande.

El 3 de febrero de 2008, un cálido día, Mariano se encontraba con su familia y amigos festejando el cumpleaños de uno de sus hijos, en la playa del camping que está sobre el lago Moreno en Colonia Suiza. De pronto, todo se precipitó. Sintieron un sonido estremecedor que venía de la otra orilla de la bahía, donde el camino pasa por una cornisa. Vieron caer un auto, de color naranja, seguido por un derrumbe. El vehículo se detuvo un instante al impactar con el agua del Moreno y luego comenzó a hundirse. Gritos de terror se escucharon por encima del estruendo de la tierra deslizándose y la inmensa bocanada del agua devorándose el vehículo. Quedaron todos paralizados, a excepción de Mariano, quien comenzó a entender por qué tenía que estar allí ese día. Impulsado vaya a saber por qué instinto o fuerza, cuando quiso darse cuenta ya nadaba por la bahía en dirección al lugar donde se había hundido el auto. Mientras recorría los doscientos metros que lo separaban del lugar, entre brazada y brazada, podía ver a otros que, como él, se arrojaron al agua y también iban hacia allí. “Debo dosificar el aire”, pensaba, regulando el esfuerzo. Los gritos desesperados de los ocupantes del auto que habían alcanzado a salir o fueron despedidos en el impacto guiaban a Mariano al sacar la cabeza del agua para tomar aire. “Nadar, controlar la exigencia, puede haber alguien en peligro”, se repetía.

Al llegar al lugar del hundimiento del auto, Mariano pudo percibir el olor de la nafta que se esparcía sobre el agua. Escuchó la desgarradora voz de una joven mujer: “¡Mi bebé, mi bebé!", repetía sin consuelo. Otros, acostados boca abajo en las piedras de la orilla, miraban el agua, intentando ver algo en el abismo oscuro del lago. Recordando el color naranja del auto, Mariano se zambulló calculando el lugar donde lo había visto caer. Su corazón galopaba salvajemente en su pecho y le entrecortaba la respiración. No aguantó mucho tiempo y volvió a la superficie. “¡Más allá!”, indicó desde las piedras uno de los accidentados, “¡el bebé está adentro del auto!”. Una y otra vez buceó, desesperado, urgido por el paso de cada segundo, que se transformaban en minutos que hacían cada vez más incierta la posibilidad de hallar al bebé y que estuviera vivo. La sola idea de ese pensamiento lo aterró. Habían llegado algunas lanchas y se agolpó gente en la orilla. Un gran desorden enmarcaba la situación, que Mariano trató de contener, para que no mellara su espíritu. Una vez más en la superficie, agotado, con escaso aire en los fatigados pulmones que pedían tregua. Gritos, olor a nafta, no tuvo tiempo de pensar en el agua fría, sí en que debía llegar más profundo de lo que lo había hecho las veces anteriores. Apoyó sus pies en una inmensa piedra de la orilla y con ello se impulsó hacia las profundidades, paralelo al lecho de piedra que se derramaba en la oscuridad, a lo profundo. “No doy más”, estuvo a punto de decirse y pensó en la cara de esa madre que cada vez que salía lo miraba esperando que llevara a su bebé. En ese momento, vio unos metros más abajo un pequeño bulto blanco.

 

Aún hoy no se explica de dónde sacó ese último hilo de fuerza, ese fuego que le ardía en la sangre en medio del agua. Bracear, patalear, contorsionar su cuerpo para llegar a ese bulto blanco, que era como un pañuelo de esperanza en el cielo del agua. “Al tocarlo y sentir algo blando comprendí que era el bebé”, contó después a quien quisiera escucharlo. Con desesperación, se impulsó desde el fondo del agua a la superficie, al aire. A la luz. Sosteniendo al bebé en su mano, nadó hasta una lancha, donde un bombero lo llevó hasta la orilla. Minutos después, les dijo a los familiares que el niño había reaccionado y era trasladado al hospital por una pediatra, a la que el destino también había llevado a estar disfrutando el día en Colonia Suiza.

Mariano comenzó a temblar. Vaya a saber: frío, adrenalina, nervios… Un llanto contenido amenazaba romperle el pecho y ese temblor que no daba tregua. Una lancha lo dejó de nuevo en la playa desde donde decidió arrojarse al agua para cruzar esa bahía. Antes de abrazarse con los suyos miró nuevamente la distancia que había cubierto a nado. Le pareció más larga. Como también le pareció que había pasado una eternidad desde que festejaba en la playa el cumpleaños de su hijo. Cerca del anochecer se enteraron de que Sebastián, el bebé, respiraba ayudado por un respirador. Nadie se explicaba cómo sobrevivió más de seis minutos debajo del agua. A los pocos días, ya se amamantaba desde el tibio pecho de su madre.

Sebastián vuela sano y feliz por el cielo de su adolescencia. Mariano lo volvió a ver un par de veces, pero, al igual que aquel día, prefiere hacerse a un costado, dejar que todo vaya, si al fin y al cabo, la vida le dio esa oportunidad de devolver en ese gesto un poquito de lo mucho que le dio. Este vecino nuestro pasa sus días enseñando carpintería en un taller de oficios, ayuda a construir económicas y confortables casas de adobe y otros materiales alternativos a gente que batalla día a día “con el mango”. Fabrica con “dos chirolas” una especie de estufas que arrancan sonrisas de calor en los inviernos cordilleranos y, cada tanto, en algún remanso de las noches, le parece estar cruzando a nado la bahía, para rescatar a Sebastián. Es así, a veces el destino lleva a lugares donde uno tenía que estar. El tiempo ayuda a entenderlo.

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