20/09/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: El Lucero

EMOCIONES ENCONTRADAS: El Lucero
Fotos: Facundo Pardo.
Fotos: Facundo Pardo.

Nuestra ciudad aún guarda encerradas entre edificios modernos, viejas casas de madera, que le dieron un perfil particular. Un pueblo “chato”, donde quizás lo más elevado era la torre del Centro Cívico o la aguja de la Catedral. Esas casitas coloridas, ante las que se detienen visitantes o residentes recién llegados, las que hablan de una pequeña aldea. Esas casitas que provocan tanto dolor al ver que son desarmadas y arrumbadas o al verlas incendiarse, sucumbiendo indefensas ante las llamas, convirtiendo en cenizas horas felices de quienes las habitaron. Una de ellas está ubicada en la esquina de Albarracín y Beschtedt, allí aún funciona el quiosco El Lucero. En esa casa formó su familia don José del Carmen Velázquez. Su padre, venido de Chile, trabajó para Capraro, guiando tropas de carros que recorrían la Línea Sur. Le compró al empresario ese terreno, al final del pueblo, en lo que alguna vez sería una esquina. Don José, casado con Teresa González, de oficio techista, trabajó en toda la zona. A fines de los cincuenta habilitó el comercio El Lucero. Allí nacieron sus hijos Lidia y Aldo.

Si bien se trataba de un quiosco, extendía sus rubros a algunos artículos de almacén, librería, mercería y ramos similares. Había varios comercios de ese tipo en Bariloche, un local en la parte delantera de la casa, con una puerta que daba a la cocina o comedor de la vivienda, desde la cual salía quien atendía, al escuchar una campana que sonaba al ingresar al local. Desde las ventanas y la puerta vidriada, don José y doña Teresa habrán visto la polvareda de los picados en la “Cancha Vieja”, potrero donde los pibes del barrio y adyacencias derrochaban talento tras la número cinco, llegándose hasta el quiosco a comprar la Coca o la Crush, las figuritas o las bombitas de agua en tiempos de carnaval. Sobre el mostrador lucían los frascos con bolitas multicolores y también los que contenían caramelos ácidos y masticables. Esos pibes que después vieron cómo la gloriosa cancha era tapada por el imponente edificio del colegio María Auxiliadora. Los albañiles y carpinteros de la obra fueron al quiosco, por alguna bebida, un paquete de yerba o un atado de cigarrillos.

Cuando comenzó a funcionar la escuela, las niñas pasaban a la entrada o la salida, de impecable uniforme azul y turquesa, por los paquetitos de Manón, Colegiales, algún alfajor, caramelos, chicles, chupetines. Alguna madre compró un cuaderno o cartuchos para la 303 o Sheaffer, papel glasé, de calcar, cartulina, plasticola o algún mapa.

El Lucero. Las revistas Anteojito y Billiken eran buscadas cada semana para acompañar desde sus páginas las horas de los pibes y pibas del barrio. Un día el progreso dobló la esquina y trajo el asfalto. El pueblo se fue volviendo ciudad hacia los cuatro rumbos, dejando el capullito de madera, con su eterno color verde, escondido entre las casas de material y edificios que lo rodearon, resistiéndose a tapar de baldosas las huellas en la tierra de tantos vecinos que aun hoy, pasan por el local, aunque sea a jugar una quiniela. Quedó como un ícono, recordando aquellos comercios familiares, donde se mezclaban el olor del piso de madera encerada con el aroma que salía de la cocina y se asomaba al local, a la hora del almuerzo o cerca de la cena. Ese crujido inconfundible de los pisos, las estanterías coloridas y el mostrador.

Más de uno, cargado de urgencias y años, al pasar por ahí, se verá niño, ingresando al quiosco, aunque ya no habite el barrio y sea una aguja perdida en el pajar. Tenemos pendiente la tarea de lograr preservar esas casas que tan claramente marcan una época de aquella aldea, que son nuestro patrimonio arquitectónico. A veces parece difícil de lograr, pero no debemos dejar de intentarlo.

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