29/12/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Una navidad diferente

EMOCIONES ENCONTRADAS: Una navidad diferente

A todos nos debe pasar que, por algún motivo, recordemos más alguna de las fiestas de fin de año que otras. Uno se ha criado con el recuerdo de esas noches, sentado a la mesa, rodeado de familiares y amigos y las tradiciones que giran en torno a ellas. Tal vez, la de navidad tenga un sentimiento más profundo, por lo que significa para los cristianos. La llegada de Papá Noel, el pinito, los regalos y todo lo que se le ha ido agregando. En lo personal, recuerdo la del 82, año difícil para los que en esa época estábamos bajo bandera. Había pasado la guerra y estaba la herida abierta por los compatriotas que quedaron allá, en las islas, abonando el suelo patrio. Habíamos quedado los colimbas viejos, los de la última baja, cumpliendo con las rutinas del cuartel, entre ellas, la guardia.

El comando de la brigada y las casas de los oficiales está ubicado en el centro de la ciudad de Neuquén, en el alto, y nosotros hacíamos guardia sobre las veredas. La consigna era no dejar a nadie transitar por ella, debían hacerlo por la de en frente. Me había tocado estar de guardia ese 24. Entramos con otros camaradas (la palabra compañero estaba censurada) a las ocho de la mañana, para salir el 25 a la misma hora, es decir, que pasaríamos la noche buena de guardia. En el mismo turno, estaba el “negro” Soto, un personaje de esos que a poco de ingresar al servicio militar, ya se había hecho su fama. Cortito de carácter y dispuesto a todo, lo que se permitía y lo que no. Era petiso, tenía el cuerpo macizo, un pecho ancho y una nariz demasiado grande para su cara. Alguien, en la oscuridad de la noche, en la cuadra donde dormíamos, le dijo que parecía tener colgado en su cara un borceguí al revés.

Sotito tenía asumida su nariz, el mismo decía: “Cuando formemos, el que esté al costado mío que deje un lugar libre cuando hagamos vista derecha, para que pase mi nariz”.

Una mañana, un cabo pasaba revista, tomando el nombre y apellido de los integrantes de un pelotón. Se acercó a un soldado, que estaba parado antes que Soto y le preguntó:

-Nombre.
-Zcychepski –, respondió el conscripto.
Como vio que el cabito no sabía para donde agarrar con la birome para anotar el apellido, le preguntó:
-¿Se lo deletreo mi cabo?
-Dele –, dijo el cabo y escuchó cada vocal de aquel apellido innombrable y fue tomando nota. – El que sigue –, dijo y apareció Soto.
-¿Se lo deletreo mi cabo? – dijo el morocho, sin inmutarse.
-Dele – respondió el cabo.

Cuando aquel suboficial leyó las cuatro letras que le había deletreado el impertinente subordinado, lo sacó zumbando a los saltos de rana, a él y a todos los que lo rodeábamos, por habernos reído.

A las once de la noche de ese 24, partimos a hacernos cargo de un puesto de guardia un grupo de soldados al mando del sargento de cuarto. A mí, me tocó el puesto 3, que quedaba en una esquina. Debía recorrer una cuadra a la derecha y otra a la izquierda. En la otra estaba Soto, a cargo de sus dos cuadras.

Cerca de la medianoche las calles y veredas estaban desiertas, y se podía observar por las ventanas de las casas particulares de en frente, ajenas al barrio militar, a las familias alrededor de la mesa, los pinitos con sus luces de colores y hasta las conversaciones y risas, ya que el clima valletano permite tener a esa hora las puertas y ventanas abiertas.

Llegadas las doce, de lejos, se escucharon las campanas de la Catedral, repicando desde el centro y se podía ver a las familias abrazadas alrededor de la mesa, brindando y deseándose feliz navidad. Por supuesto, todo aquello rodeado del estruendo de la pirotecnia que se escuchaba aquí y allá. Yo observaba todo aquello con un nudo en la garganta que amagaba volverse llanto, recordando las reuniones familiares, comprendiendo la soledad de la situación.

De pronto escuché un silbido. Era Soto, que venía caminando hacia mí desde su puesto. Fui hacia él, transgrediendo la orden que indicaba que los soldados apostados no debían juntarse y mucho menos conversar. Me invitó a ir con él a la esquina. “Vamos a brindar, che”. Cruzamos al baldío de en frente. Allí, entre unas matas había una sidra que él había escondido, vaya a saber en qué momento. Ahí estábamos: de verde, con casco y fusil, destapando aquella botella. “Feliz Navidad, cumpa”, me dijo Sotito y cada uno volvió a su puesto, a esperar el relevo.

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