15/12/2018

Una yunta de bueyes

Una yunta de bueyes

La joven madre llegó a su casa, pasado el mediodía. Estaba ayudando a sus dos hijos a descender del auto cuando vio venir desde la esquina, caminando por el medio de la calle, a aquel señor mayor, ya anciano, a quien también había visto días anteriores y le preguntó: “¿no vio a mis bueyes?”. Tenía aspecto campesino, con bombachas, alpargatas y un pañuelo atado al cuello, piel cobriza y una cabellera blanca. Evidentemente vivía por ahí cerca. Apuró a sus hijos para que entraran; aunque aquel anciano parecía indefenso, le generó cierta desconfianza. Lo atendió desde detrás del portón. “No, señor. No vi nada”, le contestó y lo vio irse.

Ese anciano era don Manuel, que vivió allí desde siempre, en la falda del cerro Otto, a quien la senilidad lo halló rodeado de casas, ocupando el mismo solar donde levantó la suya y tuvo su quinta, al llegar a la aldea desde Cochamó, allá por los años treinta.

Consiguió trabajo en el aserradero, que estaba en la ladera del cerro. Allí se trabajaba la madera de la zona, que era utilizada para la construcción, entre otras actividades. Junto con un amigo, con el cual se conocieron en el trabajo, decidieron comprar una yunta de bueyes que vendía un tal Valdez, allá por la zona del Correntoso; los compraron y, en un remate de la Compañía Lausen, adquirieron un catando y un carro, de los que utilizaba aquel comercio y a los que, luego de algunos ajustes, dejaron listos para atar a la yunta de bueyes: Colí y Bravo, se llamaban.

Con los bueyes y el catango comenzaron a tirar rollizos desde el monte hasta el aserradero y a bajar maderas hasta el pueblo, que ya, lentamente, comenzaba a trazar su perfil allá abajo, a orillas del lago. Su amigo y socio se conchabó en los vapores que surcaban el lago transportando mercaderías y pasajeros, Manuel se quedó con los animales. Ocupó un solar en un mallín, donde el Otto hacía un descanso. Allí se estableció, levantó su casa y junto a su compañera criaron a los hijos. Conocía perfectamente el oficio, su padre tenía un fundo en Chile y de él aprendió. Desde que tenía memoria, recordaba ir, primero sobre el carro y después a la par, hasta que un día su padre le delegó la tarea.

Temprano solía atar aquellos fieles compañeros al yugo y, caminando delante de ellos, con una caña larga, tocándolos apenas, con maestría, los iba guiando, acompañado de un silbido entre los dientes, como mordiéndose los labios. Colí y Bravo obedecían mansamente.

Era contratado por gente del pueblo para llevarle leña, la que él mismo juntaba en el monte, maderas del aserradero y hasta, alguna vez, colaboró con don Castillo, para el traslado de algunas casas, de un solar a otro.

Vio venir, serpenteando por el faldeo, lo que después sería la ruta y, por ella, transitar los carros de otros pobladores; después, el traqueteo de los motores de los vehículos quebró el silencio, ese en el que él, junto con sus bueyes, solían disfrutar, donde quedaba grabado el chirriar de los ejes y el crujir de las maderas del catango. Los guiaba de ida pero, a la vuelta, se echaba a descansar sobre la caja, sabiendo que sus dos fieles compañeros tomarían el camino de regreso, sin necesidad de indicárselo. En los largos inviernos, desde temprano, andaba “cuarteando” todo tipo de vehículos, que quedaban encajados en la nieve; ataba las cadenas a alguna parte de la carrocería y luego, hacia tirar a sus dos compañeros, hasta lograr desencajarlos. El vapor que salía de los hocicos de los animales y el resoplar del esfuerzo, conjugaban con las manos heladas de Manuel manipulando las cadenas.

La aldea, trasformada en un pueblo pujante, comenzó a trepar el cerro y brotaron casas en los alrededores; poco a poco, llegó el progreso. Una calle cruzó el mallín donde pastaban sus vacas y las del tambo vecino. Aquellos bueyes, envejecidos, partieron al descanso eterno. Vaya a saber que habrá sido del catango. Manuel trabajó como cuidador de algunos “chaleses” de esa gente que venía en los veranos y a los que les llevaba la leña. Después le confiaron el mantenimiento de los parques, labor que llevó adelante hasta que sus años le pidieron un descanso. Uno de los hijos rescató el yugo y las ruedas de los carros, los cuales adornaban el ingreso a la casa, en el pequeño solar donde terminó sus días.

Los últimos años anduvo muy perdido, no reconocía ni a su propia familia. Lo cuidaban unas señoras que llegaban a su casa a esos fines y también lo rodeaba el afecto de su familia. Solía salir a caminar por las calles del barrio, pero para él no lo eran. Para él, seguía siendo el mallín. Veía también el galpón, donde descansaban Colí y Bravo y, en lugar de las bocinas y el ruido del motor de los vehículos, escuchaba teros y bandurrias que rodeaban la vertiente.

Por eso, aquella mujer con sus niños, vecina de la casa, advertida por la cuidadora del anciano, la próxima vez que vio venir por la calle a don Manuel, preguntando por sus bueyes, se tomó un instante y cargada de ternura le dijo: “Don Manuel, sus bueyes están en el galpón, descansando”.

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