03/11/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Yuquiche

EMOCIONES ENCONTRADAS: Yuquiche

Rosa estaba sentada en su catre, en la habitación que compartían con su hermana Lidia; su hermano Efraín, en una pieza pegada al galpón, a unos metros de la casa. Corría el año 28 y ese invierno había sido helado, como todos los de la zona, pero además hubo algunas nevadas. Esa típica “de abajo” que se escarcha, tarda días en irse, y que, al hacerlo, deja el campo húmedo para que, en la primavera, todo se vea de un verde alegre, que contrastado con el amarillo de los coironales y el marrón arisco de las piedras que coronan los cerros, al ser iluminado por el sol, dan en los amaneceres un paisaje único. Sintió que su padre Alcadio conversaba con su madre, marcando las actividades del día.

- Me voy a dir hasta el Boliche´e Zacarías con el Efraín, a buscar unas cosas – le dijo a Hortensia, su compañera –. Fiajate si la gente necesita algo –, concluyó.

“La gente” era una pareja que había llegado la tarde anterior. Montaban en respectivos caballos y traían uno de tiro, cargando algunas pilchas para dormir al sereno. A Rosa, le llamó la atención que aquella mujer vistiera ropas de hombre: unos pantalones oscuros, un saco que le quedaba algo grande, que dejaba ver una camisa blanca por debajo. Llevaba un sombrero de ala. El hombre vestía de gaucho y tenía una mirada penetrante, decidida. Rosa lo miró de reojo. Los atendió su padre quien, al verlos venir, salió a recibirlos cerca del palenque.

- Buenas –, dijo como saludo.
- Buenas –, contestó el forastero descendiendo del caballo y, mirando a la mujer, que advertida, como si él se lo hubiese ordenado, hizo lo propio.
- Alcadio –, dijo el padre de Rosa, alcanzándole la mano a aquel hombre.
- Samuel – contestó el visitante, sin amagar a presentar a su compañera –. Andamos buscando si nos puede vender un poco´e carne, por ahí un borrego o un capón –, continuó.
- Tengo los animales por el campo. Mañana puede ser – se lamentó Alcadio –. Puedo venderle un pedazo, un costillar con paleta, por ahí.
- ¿Habrá un rinconcito pa´echarse a la noche? –, dijo aquel hombre apoyando sus manos en la cintura y arqueando el cuerpo hacia atrás, estirándose y mirando alrededor.
- Les puedo hacer un lugar en la tapera. Hay una cocina vieja pero que anda y algo de leña pa´hacer juego –, dijo el dueño de casa, señalando el lugar a unos metros de donde estaban –. Pasen a tomar unos mates y después se acomodan.

Tomaron mate y comieron unas tortas; se veía que andaban con hambre. La mujer no habló en ningún momento pero el hombre comentó que venían de la cordillera, del lado de Cholila y que seguían camino para Jacobacci, donde visitarían unos parientes. Al comenzar a anochecer, se retiraron a la tapera.

Rosa vio que su madre entraba a la habitación buscándola para salir a juntar los animales.

- Lidia, nosotras nos vamos. Amasá un poco más para darle algo de pan a esa gente que está en la tapera – le ordenó mientras abandonaba la habitación –. Si vienen, ofreceles mate –, concluyó.

Rosa, junto a su madre, vio montar y partir a padre e hijo; luego, ellas hicieron lo propio, de a pie. Caminaron en dirección al mallín que se hallaba detrás de la loma. Para ello, debían rodearla; a veces, la subían, para buscar algunos chivos que se paraban sobre las piedras. Al pasar, no vieron movimiento en la tapera donde dormía aquella pareja llegada la tarde anterior.

- No se ve movimiento, mami –, comentó Rosa, mientras caminaban.
- Deben de haber estao cansaos, vienen de lejos. Los caballos se veían muy trajinaos –, dijo Rosa volviendo la vista a la huella que se habría por el mallín, delante de ellas.
- ¿Viste que la señora no dijo nada? –, dijo Rosa, intrigada.
- Sí – dijo la mamá sonriendo –. Hay gente que es calladita.

Rodearon la aguada, donde unas avutardas y unas bandurrias custodiaban sus nidos, mientras los teros alzaban vuelo, espantados por los perros que las habían acompañado. Ellos solos hacían casi todo el trabajo, aunque nadie les hubiera enseñado. Sabían cómo arrear la majada en dirección a la casa. Dieron un rodeo grande y Rosa silbó, como su padre le enseñara, dando la orden a los perros. Comenzaron la tarea, rodeando a los animales para encaminarlos en dirección a la casa. Ya era casi el mediodía cuando emprendieron el regreso.

- Seguro que tu padre les va a carnear el borrego pa´que se vaigan yendo –, comentó Hortensia.
- No se les veían ollas en el pilchero, ¿viste? –, dijo Rosa con curiosidad.
- Hay gente muy improvisada. Se echa al campo con lo puesto nomá – le contestó la madre –. Igual, le vamo´a prestar una asadera y que coman en la tapera. Esa gente no me gusta –, concluyó la mujer.

El sol del mediodía las obligó a sacarse el saco de lana que ambas llevaban puesto. Rosa se acercó al ojo de agua que brotaba entre unas piedras y, haciendo un cuenco con sus manos, bebió de allí. Su madre hizo lo propio.

Retomaron la marcha, por detrás de la majada, oyendo el ladrido de los perros. Al descender del pequeño repecho, detrás del cual se veía la casa, lo que observaron las obligó a detener la marcha por un momento, intentando entender lo que sucedía frente a ellas. Una importante cantidad de caballos y movimiento de gente que entraba y salía de la casa daba al paraje un aspecto extraño.

- ¿Y esa gente? – dijo Hortensia -. ¿Y la Lidia? –, dijo llevándose las manos a la boca, como no queriendo que salgan mas palabras que reflejaran su angustia y sorpresa.
- Hay policías, mami – aportó Rosa, agudizando la vista para tratar de ver con más claridad.
- Llevá los animales al corral y quedate ahí, que yo voy a ver qué pasa –, le ordenó su madre, tomando la pollera con las manos y apurando el paso en dirección a la casa.

Rosa encerró a los animales sin dejar de observar en dirección a la casa, distante a unos doscientos metros. Lo que sucedía era difícil de entender para ella; entre los ladridos de los perros, asustados ante el movimiento poco habitual, el balerío y el sonido de las voces de esa gente, era difícil conjeturar algo. Alcanzó a distinguir a algunos vecinos entre los policías, portaban rifles y escopetas. Observó cómo Lidia, al ver a su madre, corrió a abrazarla. Hortensia miró hacia el corral y le ordenó que fuera junto a su hermana y se quedaran allí.

- ¿Qué pasó? –, la interrogó Rosa, con ansiedad.
- No sé, yo estaba amasando y sentí movimiento. Cuando me asomé vi que había llegao toda esa gente y me preguntaron si había alguien más. Yo les dije que había una señora y un señor en la tapera, que andaban de paso, y ahí jueron. Al rato, los sacaron ataos y los trajeron pa ´la casa. Me hicieron salir pa ´juera –, relató su hermana.

Luego de un silencio y tomada de la mano de Rosa, Lidia continuó.

- Ese que está con otros dos allá abajo del sauce – dijo la niña señalando el árbol – cuando lo sacaron al hombre, se le fue encima con un cuchillo, a los gritos, lo quería matar. No lo podían sujetar –, concluyó.

Un rato después llegaron Alcadio y Efraín, al galope, advertidos por Zacarías de que la partida andaría por su casa. En realidad, buscaban por la zona a unos forajidos que venían desde la cordillera y que eran muy peligrosos. Se trataba nada menos que de Foster Rojas y su banda. Parece que se habían decidido a separarse para huir después de haber robado y matado gente entre Bariloche y Esquel, asolando la región.

A media tarde, aquella familia vio cómo se retiraba toda la gente, civiles y policías, que habían llegado hasta Yuquiche persiguiendo a Foster Rojas, y dieron gracias a Dios de que aquel delincuente no les hubiera hecho nada.

El comisario, antes de retirarse, mientras firmaban las actas, les contó que esa mujer era la sobreviviente de una familia masacrada por aquellos malvivientes y que el hermano que había sobrevivido integraba la partida. Fue el que se abalanzó tratando de matarlo, apenas los descubrieron.

Poco a poco, el paraje retomó la calma, dejando grabado en el recuerdo aquel día, en que la paz de la meseta se vio alterada.

Te puede interesar
Ultimas noticias