20/10/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Fidelia

EMOCIONES ENCONTRADAS: Fidelia

Fidelia transitaba los días de su vejez en su casa del pueblo. Pasaba horas sentada en su sillón, frente a la ventana, sumida en largos silencios. Como un árbol en otoño, al que el viento le va arrancando las hojas secas, así se le había ido la memoria. Cada tanto, reconocía a quienes la rodeaban o conectándose con la realidad. Aquella tarde había llegado Mariela, una de sus nietas, para pasar unas horas con ella. La jovencita dejó un beso en la frente de aquella anciana que siguió inmóvil mirando el jardín que, como ella, también se había marchitado, sin sus cuidados. Mariela acercó una silla junto al sillón y se sentó. Luego acarició aquella piel suave, como una seda ajada por el paso del tiempo, pero de un aroma único. Su mano se posó en la mejilla de su abuela como una mariposa sobre una flor, llena de ternura. “Hola, reina”, le susurró al oído, tomando sus manos. A diferencia de ese jardín de afuera, a Fidelia le sobraban amor y cuidados.

Sobre la mesa, había un atado de cartas que la hermana mayor de Mariela había encontrado en el ropero de la habitación y, entre ambas, comenzaron a leerlas en voz alta, para que Fidelia intentara recordar algo. Fue así como, una tarde, al hacerlo con uno de los boletines de la escuela, ella mencionó el nombre de una maestra y se acordó de algunos compañeros de aquella escuela de adultos en la que aprendió a leer y escribir ya grande. Recordaba cosas que estarían guardadas en el fondo de su memoria y que su entorno nunca había escuchado. Aquellos sobres y papeles estaban prolijamente doblados dentro de una caja de zapatos. Mariela reparó en un pañuelo que aparentemente contenía un sobre, intuyó que se trataba de algo especial. Antes de abrirlo, miró a su abuela, ella se había dormido en su sillón.

“Mendoza, 23 de noviembre de 1942”. Así comenzaba aquella carta escrita con una letra que le pareció torpe, poco habituada a la escritura. A medida que avanzaba con la lectura, sus ojos se iban llenando de lágrimas y aquel viejo papel comenzó a temblar entre las manos de la adolescente que descifraba, como podía, lo que allí estaba escrito. “Te voy a recordar siempre y espero que me perdones”, decía en el final.

Miró en dirección al sillón y vio que su abuela la observaba. Luego sus ojos descendieron hacia el pañuelo y la carta. Mariela se acercó y se lo entregó, en silencio, apenas pudiendo contener el llanto que amagaba a descender de sus ojos como una catarata de emoción, ternura, compasión y vaya a saber cuántas sensaciones que le crecían por dentro, en el alma. Apoyó la cara en el regazo de su abuela y sintió esa mano tan conocida enredándose en su pelo, como antes, como cuando estaba presente. Con un hilo de voz, suave pero firme, Fidelia comenzó el relato.

“Siempre cuidé las ovejas. Desde chiquita, me pasaba las horas con ellas y mi perrito. Las llevaba a un mallín grande que había atrás de la casa. No eran muchas, el papá las tenía contadas. Un día, pa´la época de las pariciones vio que una oveja balaba porque se le había perdido su corderito. Se ve que yo las traje y no me di cuenta de que faltaba. Me dio con una varilla y me mandó de vuelta pal campo y me dijo que, si no traía el corderito, no me aparezca más por la casa. Yo iba muy afligida, mirando pa´todos lados. Si lo agarraba la noche, seguro se lo comían los zorros o los liones”.

Mariela, sobre el regazo de su abuela, no se atrevía a moverse e interrumpir aquel relato cargado de misterio para ella, temiendo que su abuela se sumiera otra vez en el silencio.

“Caminé bastante, más allá de donde iba siempre con las ovejas. Estaba asustada porque nunca había llegao tan lejos. Subí una loma y vi una casita. Me acerqué pa preguntarles si no habían visto a un corderito solo, aparte andaría gritando sin su mamá. La señora que me vio llegar me preguntó qué andaba haciendo sola por ahí. Le pareció raro, tan chica. Me dio un vaso de agua y un pedacito de pan. Yo le conté que buscaba un corderito y que, si no lo llevaba, no me iban a dejar entrar en la casa; no supe decirle bien de dónde venía, porque me había perdido de tanto caminar”.

La nieta levantó su cabeza y vio los ojos de su abuela llenos de vida, con un brillo que hace mucho habían perdido. Miró la carta en sus manos, como tratando de entender el relato tan vivo de la abuela con lo escrito en aquel papel.

“Al rato, llegó el esposo de esa señora y traía al guachito sobre el recao. Ella le contó que yo había llegao buscándolo. Ya era casi de noche y me dijeron que me quedara a dormir y a la mañana íbamos a buscar mi casa”. Mariela, mientras la escuchaba, recordó un párrafo que leyó donde decía: “Cuando te dejé habías empezado a caminar”. La jovencita no salía de su asombro al escuchar el relato de la abuela, tan cargado de misterios.

Evidentemente se trataba de su historia, la que nunca había contado, por lo menos a sus nietos. Siempre fue un remanso de amor esa anciana que estaba a su lado, con el sobre y el papel entre sus manos, a quien parecía haberla soltado por unos instantes la enfermedad.

“A la señora, no le gustó nada que me hayan echado al campo sola atrás del corderito. Al otro día, me llevaron de vuelta y, al tiempo, llegaron a la casa unos señores que me llevaron al juez, que me dijo que esa gente que me había encontrado eran mis abuelos. Que mi mamá quedó de encargue de soltera y al tiempo de tenerme me dieron a esa gente que me crió”.

Mariela vio que un par de lágrimas se escapaban de aquellos ojos cansados, escondidos en ese rostro surcado por arrugas, como si el tiempo hubiese escrito algo en cada una de ellas. Con su pañuelo las secó y tomó la cara de su abuela entre sus manos, besándola con infinita ternura. Con un hilito de voz, casi susurrando, temiendo invadir la intimidad de Fidelia, le preguntó: “¿conociste a tu mamá, abue?”.

La abuela giró lentamente la cabeza. Su rostro había cambiado, tenía un gesto inexpresivo. “¿Viene siempre por acá, usté?”, le dijo a su nieta. Nuevamente, se había ido a ese limbo donde la demencia la tenía presa.

Con el tiempo, pudieron reconstruir la historia y enterarse de que, a Fidelia, su madre la había dado en adopción, de manera precaria, a ese matrimonio y que luego se fue de la zona y no se supo más de ella. Pese a la cercanía de las casas, sus abuelos nunca supieron que se hallaba tan cerca de ellos. La recuperaron y la criaron hasta que se casó y se fue de allí. Quizás su madre la ubicó de grande y le hizo llegar aquella carta que Mariela encontró, celosamente guardada dentro del sobre, prolijamente envuelta en un pañuelo.

Fidelia se llevó con ella varios misterios y el recuerdo de aquel corderito, al que tal vez el destino utilizó de lazarillo, para devolverla a su origen, cuando se perdió buscándolo por el campo.

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