17/10/2018

Si la confesión está, que juzgue la historia

Pareciera que la trayectoria de ciertos hombres tuviera como destino el encontrarse. El ejemplo más conocido de la historia americana será el de San Martín y Bolívar... Y en un contexto menos magnánimo, recrearon esa intersección Ángel Vicente Peñaloza y José Hernández. En relación al último, a su labor como poeta hay que añadirle el ejercicio del periodismo, su condición de soldado federal y también, de político.

El autor del “Martín Fierro” merece todos los honores gracias a su poema. Pero aun antes el bonaerense inauguró en la Argentina la actividad que hoy llamaríamos periodismo de investigación. Tuvo ocasión de poner en práctica esa faceta poco después de uno de los crímenes políticos más inauditos de la historia: el asesinato del caudillo riojano, cuando ya se había rendido y no ofrecía resistencia.

Es comprensible que “Vida del Chacho”, obra en prosa de Hernández, permaneciera en el olvido durante décadas. No porque la estatura poética de su autor quizás eclipsara su talento como cronista, sino más bien porque con su pluma indignada, desnudó la trama que terminó con la perpetración del crimen, cuyos responsables políticos fueron Bartolomé Mitre y Domingo Sarmiento, supuestos prohombres de la argentinidad.

Ya dijimos que en la actualidad existe más conciencia sobre el genocidio que se practicó a fines del siglo XIX contra los pueblos indígenas, que sobre idéntica suerte corrida por el gauchaje federal de La Rioja, San Luis, Catamarca, Mendoza, Entre Ríos y otras provincias, desde la derrota de la Confederación en Pavón. Los brazos ejecutores de la mortandad fueron muchos, pero los responsables políticos máximos, los dos “próceres” que se sucedieron en la presidencia.

José Hernández denunció esas atrocidades, con nombre, apellido y terminología inflamada. Sus páginas son memorables y arrancan así: “Los salvajes unitarios están de fiesta. Celebran en estos momentos la muerte de uno de los caudillos más prestigiosos, más generosos y valientes que ha tenido las República Argentina. El partido Federal tiene un nuevo mártir. El partido Unitario tiene un crimen más que escribir en la página de sus horrendos crímenes. El general Peñaloza ha sido degollado”.

Para Hernández no había dudas sobre quienes se reservaban para sí el mote de civilizados y abarcaban a los demás bajo el rótulo de bárbaros. “El partido que invoca la ilustración, la decencia, el progreso, acaba con sus enemigos cosiéndolos a puñaladas”. En efecto, “el partido Unitario es lógico con sus antecedentes de sangre. Mata por su índole perversa, mata porque una sed de sangre lo mortifica, lo sofoca, lo embrutece (…)”

El escritor dio a conocer “Rasgos biográficos del general Ángel Peñaloza” no mucho después del asesinato y la publicación mereció rápidamente una segunda edición, que ya apareció con el título con que llegó a nuestros días.

Por eso el testimonio destila pasión, sin la amortiguación del paso del tiempo: “¡Maldito sea! Maldito, mil veces maldito, sea el partido envenenado con crímenes, que hace de la República Argentina el teatro de sus sangrientos horrores. La sangre de Peñaloza clama venganza, y la venganza será cumplida sangrienta, como el hecho que la provoca, reparadora como lo exige la moral, la justicia y la humanidad ultrajada con ese cruento asesinato”.

Peñaloza ya había sufrido su última derrota en Caucete (San Juan). Estaba refugiado en la casona de un amigo, en la población riojana de Olta. Por entonces, el director de la guerra contra los restos federales era Sarmiento, gobernador de San Juan. El presidente, Mitre… A principios de ese mes, veinticuatro chachistas habían caído prisioneros. “Acto continuo se les tomó declaración”, escribió el mayor Pablo Irrazábal. Seis murieron sin abrir la boca, pero el séptimo, habló.

El oficial envió una partida que sorprendió al Chacho mientras desayunaba. A la llegada de los “nacionales” entregó su célebre facón. Su captor lo condujo a uno de los cuartos y ubicó un centinela. Luego mandó a avisar a Irrazábal, quien no tardó en llegar. Entró al cuarto y preguntó a los gritos: “¿Quién es el bandido del Chacho?”. Hernández dice que con calma e ingenuidad, éste respondió: “Yo soy el general Peñaloza, pero no soy un bandido”. Irrazábal arrebató una lanza y se la clavó en el vientre. Después mandó acribillarlo a balazos y decapitarlo.

No se contentó Irrazábal: hizo exhibir la cabeza del muerto en una pica, en la plaza de Olta. Sarmiento, el civilizador, el que había hecho depositario de la barbarie a Facundo Quiroga, le escribió a Mitre el 18 de noviembre: “... he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses”. Alguna vez la historia deberá juzgar, porque la confesión está.

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