13/10/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Toby

EMOCIONES ENCONTRADAS: Toby

- ¡Dale, gil, apurate! –, gritó Cachito, mirando hacia la esquina.
- Ya voy. No encontraba la llave –, contestó Nino mientras salía de su casa y cerraba la puerta.
- Los chicos están allá –, le comentó su amigo y corrieron por la calle.

La reunión ese sábado era en la obra, a la vuelta de la casa de Nino. Se trataba de una construcción de dos plantas, de la cual estaban levantadas columnas, vigas y paredes, que los fines de semana quedaba vacía.

Apenas doblaron la esquina los alcanzó Toby, el perro de Nino. Un cusquito lanudo que siempre andaba a la zaga de él.

- ¡Toby, andate! –, le ordenó Nino, espantándolo con un ademán.

El perro saltaba a su alrededor, jugando y moviendo la cola.

- Dejalo –, le dijo Cachito. – Si siempre viene.
- No, pero si jugamos a la escondida no me deja tranquilo –, le respondió Nino, arrojándole una piedra a su mascota. - ¡Toby, andáte! –, le gritó, pero el animal seguía corriendo alrededor de ellos.
- Dale, cualquier cosa lo atamos –, sentenció su amigo y siguieron la marcha.

Allá a la vuelta, estaba el resto de los chicos. Para ingresar a la obra, sólo había que empujar un poco una de las hojas del portón de tablas, que estaban atadas con cadena y un candado y escurrirse entre ellas. Ese lugar era el paraíso para aquella bandada bochinchera. Pilas de ladrillos, tablones y tirantes, algunos andamios y los dos pisos de la construcción servían de marco para jugar. Les llevó poco tiempo organizar el juego.

- Contá vos, Gringo –, gritó Juancho mientras orinaba contra la pared.
- Salí, el sábado pasado empecé yo también –, alegó el Gringo.
- Sí, pero en la última te descubrió Iván –, le respondió Juancho.
- Dale, si enseguida lo vas a descubrir a Nino, porque Toby te va a decir adonde está –, sonrió Cachito junto al resto de la barra.
- Paren que lo voy a atar –, dijo fastidioso Nino, tomando una soga que estaba tirada junto a unos tirantes. – Toby, vení –, le ordenó a su mascota y la ató a uno de los postes del cerco.
- Contemos en voz alta hasta cuarenta, eh, – propuso Leo – mirando a los demás.
- Sí, el Turco el otro día cortó antes –, dijo Nino.

La obra era un sitio inmenso. Cada partida se extendía, porque había que recorrer las dos plantas, además de otear entre las pilas de ladrillos o en el obrador. La semana anterior Iván se había escondido arriba del árbol que estaba al fondo del terreno y Lautaro se rindió al no poder descubrirlo.

Ya se había hecho el mediodía y, en cualquier momento, llamaría alguna de las madres para el almuerzo por lo que se decidió cortar la partida. Nino fue a soltar a Toby, que no había dejado de ladrar durante todo el juego, pero había podido esconderse tranquilo y librarse sin dificultad.

Ya habían salido, sorteando el portón, cuando Nino dijo sobresaltado: “me olvidé el pullover” y acto seguido volvió sobre sus pasos para ingresar nuevamente, seguido por su mascota. Miró en la planta baja, como no estaba, subió por la precaria escalera de hormigón que llevaba a la planta alta; allí, sobre un caballete, estaba lo que buscaba. Se lo ató a la cintura y bajó presuroso a reencontrarse con el resto de los chicos que lo aguardaban sobre la calle lateral.

Dobló la esquina el Rastrojero de don Atilio. Era una chatita con caja de madera, cubierta por una lona; con ella hacía fletes. Los pibes le tenían una mezcla de respeto y miedo. Su casa era lindera con el patio de la obra, por la parte de atrás. El hombre, ya mayor, en cuanto los veía merodear, los corría. Una tarde se fue hasta la casa del Turco para decirle al padre que los chicos se metían a la construcción y no dejaban de gritar, interrumpiéndole la siesta. Josecito un día, como represalia, le había desinflado una de las ruedas de la chatita metiéndole un fosforo de madera en la válvula; aunque don Atilio no lo vio, sospechaba y ello había aumentado su inquina.

- Uh, viene el viejo, cuidado –, alertó el Turco mientras todos se abrían para dar paso al Rastrojero. En ese instante, Nino, alertado de que Toby no estaba junto a él, lo llamó, mientras corrían por la calle, alejándose de la obra y el Rastrojero. “¡Toby, Toby!”.

Llegando casi a la esquina, Nino se dio vuelta para ver si lo seguía el perro y justo lo vio asomado al primer piso. Fue verlo e intuir la maniobra del pequeño cusquito lanudo. Gimiendo, el perrito tiró su cuerpo hacia atrás dispuesto a saltar. “¡No!” gritó Nino, provocando que todos sus amigos giraran en dirección a donde él miraba. En ese momento, como sabiendo que todos lo miraban para inspirarlo, el perro saltó desde el primer piso hacia la calle. A todos les pareció que aquello sucedía en cámara lenta. Ver al perro planear en el aire, con sus manos y patas abiertas fue dantesco. Más tarde, al recordar la situación, Iván dijo haber visto que le flameaban las orejitas mientras caía. Fue todo tan sincronizado que justo pasaba por la calle el Rastrojero de don Atilio y Toby cayó sobre la lona que cubría la caja, lo que le salvó la vida.

Se ve que aquel hombre, por el traqueteo del motor o por el ruido de las chapas de la carrocería de la chatita transitando por la calle enripiada, no se alertó del impacto del animal sobre la lona; por eso, le resultó extraño que aquellos niños corrieran hacia él. El Turco, en un acto de arrojo que no registraba antecedentes, más aún teniendo en cuenta el particular enojo que tenía ese viejo con él, se le paró delante del vehículo, con los brazos abiertos, obligándolo a detenerse. Don Atilio, luego de tocar la bocina, se bajó. Todos lo rodearon menos Nino que, desafiando la escena, se acercó a la caja. El hombre no sabía a quién mirar, tratando de interpretar lo que estaba aconteciendo. Era tal el estupor de aquel hombre que no le salían palabras, aquello había desbordado su paciencia.

- Mi perro, Don, – aventuró Nino – cayó arriba de la lona –, dijo retirándose unos pasos y dando saltitos para tratar de ver arriba.

Convencido de que le estaban tomando el pelo, don Atilio amagó a sacar vaya a saber qué cosa de adentro de la chatita, profiriendo insultos a toda la concurrencia. Quiso el azar que justo se asomara Toby, por el lateral de la caja, ladrando desde allí arriba. Atilio detuvo su acción y miró al perro sobre la lona.

- ¿Vio? –, le dijo el Turco desde la parte de adelante del Rastrojero. – ¿Ahora nos cree? –, concluyó.
- ¡Vamos Toby! –, gritó Nino, seguro de que si había sobrevivido a aquella caída, saltar desde el techo de la caja sería solo un trámite.

Efectivamente, el perro saltó y pronto se unió a aquella bandada de chicos que corrió por la calle hasta perderse doblando la esquina, con la risa a flor de piel, nutridos de aquella anécdota que quedaría guardada en los anales del barrio.

Don Atilio, seguramente, habrá tardado días en encontrar alguna explicación (o alguien se la daría) de como aquel animalito llegó a la caja de su camioneta.

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