06/10/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Fiestas de cumpleaños

EMOCIONES ENCONTRADAS: Fiestas de cumpleaños

Las fiestas de cumpleaños han cambiado con los años, como tantas cosas; pero fundamentalmente cambiamos nosotros, que cada vez somos más grandes. Cada vuelta al sol que damos, aparecen nuevas sensaciones, emociones y algunos achaques. A veces, vemos a alguien de nuestra misma edad a quien lo notamos muy desmejorado y hasta nos asombramos, pero luego nos damos cuenta de que ellos pensarán lo mismo de nosotros. Hasta determinada edad, se pone sobre la torta una vela por cada año cumplido; luego, se deja de lado esta práctica porque no alcanza el tamaño para contener tantas, ni hay fuerza en los pulmones para soplarlas.

¿Pero quién no recuerda los cumpleaños de cuando éramos niños? Los tiempos han cambiado. Salones adecuados para tal fin con peloteros, castillos inflables, toboganes y demás entretenimientos que muchos de nosotros, en nuestras épocas, ni siquiera imaginábamos. Se toma un turno y los niños juegan y saltan, y se deja que el personal del lugar haga todo: servir mesas, mirar a los chicos y organizarlos para soplar la velita. A veces, hasta cuesta traer al cumpleañero a la mesa pues anda divertido por allí, trepado a algún juego.

En los peloteros, hay horarios que son adecuados para adultos; pero, a veces, sucede que se invita al cumple tipo tres de la tarde y algún familiar o padre de amiguito viene de una raviolada dominguera y se topa con sándwiches y cosas saladas, “ya que estamos no vamos a despreciar” y le entran a los panchos o a un lemon pie o dulzura por el estilo. Gaseosa y cerveza se cruzan con el té, café o mate.

Antes, quien más quien menos, la rutina consistía en una juntada de amigos del barrio y compañeros de escuela, a quienes convocábamos repartiendo previamente alguna tarjetita comprada o echa en cartulina, más algunos adultos que, además de acercarse al festejo, ayudaban a controlar a la tropa y oficiaban de mozos ayudando a las madres con el servicio. Las casas, veredas y recovecos eran el marco maravilloso para jugar a la escondida, la mancha o alguna otra cosa; tantas calorías nos hacían transpirar más de lo debido. Generalmente, las madres nos vestían elegantes, con ropas no adecuadas para andar corriendo y mucho menos transpirando. El jopo engominado se transformaba en un flequillo rebelde sobre la frente y las mangas de la camisa secaban la transpiración y otros fluidos que provocaba la actividad física. En invierno, había que arreglárselas adentro de las casas. Las que tenían quincho zafaban pero, si no, a jugar entre el comedor y las habitaciones. A un llamado, ingresábamos y nos posicionábamos alrededor de la mesa donde la cabecera estaba reservada para el cumpleañero, con el infaltable bonete, cuyo elástico si se cortaba podía opacarnos la fiesta al castigar algún lugar de nuestra cara o dejarnos una oreja picando por un rato. Una torta gigante, hecha por las manos majestuosas de mamá, abuela o tía, con un bizcochuelo de un amarillo intenso por los huevos caseros, bañadas en crema como para enduir una pared, que eran saboreadas con ríos de chocolate caliente. Esta infusión venía bien en invierno pero, en verano, ingerirla en un descanso de algún juego al aire libre era peligroso. Iba y venía por nuestro aparato digestivo mientras corríamos de aquí para allá. A la tardecita, los padres venían a buscar a sus hijos, o se escuchaba el “taza, taza, cada cual a su casa” y se disolvía la reunión.

¿Quién recuerda su cumple de un año? Nadie. El homenajeado tenía por única preocupación la teta o la mamadera y andaba de brazo en brazo, mientras los mayores festejaban; parientes llegados de lejos para el acontecimiento y alguna comida especial que los reunía.

Sucedió en uno de esos ágapes conmemorativos del cumpleaños número uno del primer nieto de la familia. La cosa había arrancado temprano con picadita, vermut y empanadas. Al término de la cena (regada como para amainar la sequía), algunos ya estaban para llevárselos. Se había invitado a unos músicos con guitarras y acordeón y, como era verano, se armó la reunión en el patio. A los vecinos, no les molestaba el festejo porque estaban invitados.

Los únicos enojados eran los perros, a los que habían atado para que no anduvieran estorbando. Adentro de la casa, un tío ya mayor dormía la mona, de cogote quebrado recostado en un sillón, perdido entre la pila de abrigos.

Uno de los sobrinos se le acercó y le dijo: “Vaya afuera, tío. Tome un poco de aire”. El hombre, abriendo un poco los ojos, balbuceó: “No, no, no… ya no voy a tomar más nada”.

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