Columna de Edgardo Lanfre

| 25/08/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: El chon chon

Doña Sara vivía sola en el campo. Hacía unos años había enviudado, aunque sus dos hijos y su hija quisieron llevársela al pueblo, ella se negó; toda una vida en ese pedazo de tierra. De soltera, vivía con sus padres en la misma zona, fue a la escuela del paraje. Un día llegó aquel mozo para una esquila y no se fue más. Allí se casaron y alambraron ese campo donde vivieron y criaron a sus hijos. Un puestero que vivía en una casa cercana y algunos animales eran la compañía de doña Sara, además de los hijos y nietos que la visitaban los fines de semana.

Ese sábado había llegado Esteban, hijo de la menor. Era el más parecido al abuelo. Guardaba pasión por la vida de campo y, cuando la visitaba, le prometía que, en cuanto terminara la escuela, se iba a ir a vivir con ella y a trabajar el campo. Tenía un caballo entrenado en cuarto de milla, que corría en la zona un jinete amigo de la casa, y un potro, zaino oscuro, recién amansado por Quintupuray, un poblador cercano.

- M´ijo, va ser mejor que se quede en la casa, no salgan al campo, porque estos días ha andado el chon chon –, dijo la abuela mirando con recelo por la ventana que daba a los corrales.
- ¡Abuela! –exclamó Esteban–. Ya te dijo la mamá que esas son supersticiones.
- No hijito –contestó doña Sara volviéndose hacia él–. Don Cipriano lo escuchó la otra noche – concluyó, haciendo alusión al puestero. –“Tue tue tue tue”, escuchó que gritaba, pa allá atrás, pal lao el cerro.
- ¿De dónde saldrá, no? –, se preguntó Esteban mirando a su abuela.
- Dicen que es un cristiano embrujao, que se separa la cabeza del resto del cuerpo frotándose unas cremas hechas con yuyos y que le crecen las orejas, pa´que las use de alas –, dijo con vos misteriosa doña Sara. –Se le llena de plumas la cara, le crecen garras y también los ojos –, añadió.

En ese momento, entró Cipriano, que venía de los corrales. Esteban le contó que la abuela andaba preocupada por el chon chon. Cipriano reafirmó lo dicho por Sara y el respeto que la presencia del ave misteriosa despertaba en los pobladores. Desde la noche anterior, que había escuchado el “tue tue” del ave, no se atrevió a salir de su casa. Si lo hizo fue por la llegada de Esteban. Lo conocía de chico, solían compartir largas charlas y cabalgatas en las que él le iba contando y enseñando cuestiones del oficio. “Ese bicho ronda la muerte. Dijo la Zulema que, cuando una persona se muere, el chon chon le agarra el alma y se la lleva pal infierno”.

- Dicen que, cuando uno lo siente gritar, hay que tener preparao algo de comer, porque se aparece alguien que uno no conoce. Dicen que es el pájaro vuelto hombre otra vez, y hay que darle de comer, pa´que no aiga maleficios –, prosiguió Sara.
- La finada mamá contaba que, a una vecina, hace años, se le apareció un tipo después de que pasó el chon chon y que ella había hecho una cruz rara, que le enseñó la abuela, abajo de la silla donde se sentó y el tipo estuvo un rato incomodo y se jué –, dijo con seriedad Cipriano.

Quedó todo en silencio por un rato. Esteban miró para el campo e instintivamente al cielo. No creía mucho en esas supersticiones pero respetaba a su abuela y a Cipriano, y realmente se habían puesto muy serios al narrar aquella historia.

Después de almorzar, la abuela se fue a acostar y Esteban salió para el lado de los corrales. Cipriano estaba ensillando su caballo.

- ¿Vas a salir al campo Cipriano? –, preguntó Esteban.
- Si, voy a ir a ver una parida en el cuadro de atrás. ¿Querés venir? –, dijo el puestero mirando al joven.
- No, yo voy a salir para abajo, hasta el río y de paso camino al zaino negro –, contestó el muchacho mirando al potro que brillaba bajo el sol de la tarde, a unos metros.
- Sabes que la otra mañana se me arrastró en un corcovo, subiendo a la planiza, anda alunao –, le advirtió Cipriano. – Andáte en el bayito mío, así te lo ando un poco y mañana lo andas vos –, concluyó el puestero.

A Esteban le pareció bien. Vio como Cipriano ensillaba al potro, que obedecía pero temblaba brioso, con los ojos abiertos, desconfiado. Al puestero, le costó montarlo, el animal daba vueltas y levantaba la cabeza. Esteban lo vio irse por el costado de la casa y ganar el campo. Terminó de preparar al bayo y lo ató en el palenque para ir a buscar un abrigo adentro de la casa.

Anduvo un par de horas, bajó hasta el río y, luego de andar por la huella, volvió a tomar a campo abierto para volver a la casa. Ya estaba oscureciendo cuando llegó. La abuela lo esperaba en la puerta. Lo había visto venir desde la ventana de la cocina y salió a su encuentro.

- ¿Cómo anduvo hijito? –, le preguntó con esa ternura infinita con la que trataba a sus nietos.
- Bien, abuela –, contestó Esteban llevando el caballo al palenque, debajo de los sauces.

La abuela aprovechó y fue hasta el gallinero. De allí, venía con algunos huevos envueltos en su delantal y preguntó:

- ¿Ese no ´e el bayo del Cipriano? –, dijo forzando la vista para distinguir el pelaje del animal.
- Si. Él salió para arriba con el zaino negro –, contestó el nieto mirando hacia donde lo había visto partir. – Ya ha de llegar –, concluyó.

Miró de reojo a su abuela, la conocía y sabía que ella estaba preocupada. La charla de esa mañana sobre el chon chon había afectado a todos; él mismo en su recorrida, cada tanto, miraba en todas direcciones tratando de ver si algún ave extraña lo seguía y atento a escuchar el “tue tue” característico del ave.

Estaban por sentarse a cenar, ya la noche había ganado el paraje. Ladró uno de los perros, se sintió un relincho en el corral. Esteban instintivamente se paró. “Ha de ser el Cipriano”, pensó mientras se ponía la boina y salía al patio. La luna llena que cruzaba el cielo dejó ver la silueta del zaino negro, a metros del corral, arrastrando las riendas. Se asombró de que Cipriano lo dejara suelto, con el recado puesto.

- ¡Cipriano! –, gritó el muchacho penetrando la oscuridad con su grito. Su abuela estaba detrás de él.
- ¿Qué pasó m ´ijo? – interrogó ella, preocupada.
- No sé, el zaino estaba solo cuando salí –, dijo Esteban con su voz cargada de misterio. – Capaz lo dejó atado y se fue a su casa –, prosiguió mirando en dirección a donde vivía el puestero, a unos cien metros de allí.
“Voy a mirar”, dijo y salió en dirección a ese lugar, golpeando la palma de la mano en su pierna para que el perro lo siguiera. En un par de minutos, estuvo de regreso.
- No hay nadie. El fuego estaba apagado –, le contó a Sara, que lo miraba intrigada. -¡Cipriano!-, volvió a gritar. Sólo le respondió el silencio de la noche.
- ¿Qué le habrá pasado? –, dijo la abuela entrando a la casa. Lo dijo para sacarse la angustia, porque sabía que su nieto no tenía una respuesta.
- Me dijo que el potro era mañero, que por ahí se le retobaba. Capaz que se cayó y está tirado por ahí –, conjeturó el muchacho.
- Ahora no podemos hacer nada, hijo. Mañana temprano vaya a mirar.
- ¿Y si está lastimado abuela? –, interrogó el nieto.
- No, hijito. Por ahí, el potro lo volteó y se le disparó. Capaz llegue de a pie más tarde –, lo tranquilizó doña Sara.

Esteban se fue a acostar preocupado por Cipriano y la suerte que podría haber corrido. Lo venció el cansancio y se durmió.

Sara apagó el farol que encendía por las noches en la cocina y encendió una vela, la que le iluminaba el camino a la pieza. Se acercó a la ventana y dio una última mirada al campo. La luna jugaba entre las ramas de los sauces y recortaba la silueta del zaino negro en el corral. Antes de dormirse, sin saber si estaba despierta o soñando, escuchó a lo lejos: “Tue tue”.

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