18/08/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: El padre Ludovico

EMOCIONES ENCONTRADAS: El padre Ludovico

Don José andaba desde temprano controlando todas las tareas que ya habían comenzado el día anterior. Ese domingo, iba a llegar a la estancia el cura Ludovico para celebrar bautismos y un casamiento. Era una costumbre que había comenzado el padre Oscar. Avisaba por radio, generalmente en la primavera, antes de la señalada, juntando gente en diferentes establecimientos de la zona y allí celebrar las cuestiones de la iglesia. Oscar ya se había jubilado y lo sucedió Ludovico. Lo habían ido a buscar a Bahía Blanca para que se instalara por la zona. Era un típico “gringo”, nacido en Hungría, colorado de cara, de cabellera rubia como paja, medio jorobado y lo flaco que era lo acentuaba aun más esa sotana negra que llevaba puesta. Hablaba poco castellano, pero le bastaba para entenderse con la gente. “Primavera próxima viene yo a casar gente”, fue lo que le dijo a José antes del invierno.

Hacia algunos días, se había escuchado el aviso en la radio y la noticia se había instalado en el pago. José se encargó de hacer acondicionar el galpón que habitualmente era utilizado para la esquila y acopio de lana. Allí se centraría la ceremonia; un altar improvisado con fardos de pasto, con unos ponchos encima y tablones sobre unas latas grandes que oficiarían de asientos; todo olía a acaroina, que habían esparcido en abundancia para tapar los olores de los animales, cueros y lana. La rutina de las celebraciones generalmente era primero los bautismos, luego casamientos y cerraba la actividad una misa, para luego compartir un almuerzo. Ya algunos vecinos habían acercado el día anterior algunos corderos y borregos para que Anselmo, el asador oficial de la zona, comenzara a cocinar desde temprano; para ello, habían adecuado un espacio debajo de unos tremendos sauces que rodeaban el corral.

Temprano había llegado uno de los puesteros de apellido Marín, con su esposa y todos sus hijos. Formaban una hilera de tantos que eran. “Año que viene tenéme otro”, le había dicho Ludovico al bautizar al más chico el año anterior. Un poco más tarde, se lo vio llegar al cura, orillando el camino, en su caballo tordillo. Era un animal viejo, que lo trasladaba desde la capilla, a un par de leguas de allí, por todas las casas del paraje. “Ese animal si lo sueltan hace el recorrido solo” ,solían decir los pobladores, ya que también lo utilizó durante años Oscar. El cura venía sobre el recado, con la sotana arremangada. A veces, iba montado tocando en su armónica algunas polkas de su tierra natal y había aprendido unas rancheras. En las misas, a falta de cantores, también dejaba escapar alguna melodía.
José y Juana, su esposa, salieron a recibirlo a la tranquera.

-Buenas, buenas padre –, lo saludó con afecto José, sosteniendo de las riendas al caballo para que descienda.
-Hola, José. – Respondió Ludovico estrechándole la mano y haciendo lo propio con Juana– Lindo día ha venido. Ponchito de pobre calienta bonito–, continuó en su precario español.

Se dirigieron a la cocina de la casa a esperar que llegara el resto de la gente y comenzar con las ceremonias. Juana, quien para la ocasión ejercía de secretaria, le detalló los bautismos y le contó de la hija de Nahuelquin, que se iba a casar ese día.

-¿Con quién casa muchacha? –, preguntó el cura, recibiendo un mate de manos de Juana.
-Con un puestero de los Fernández, que llegó hace un par de años –, le respondió José.
-¡Todavía quedan locos, che! –, sonrió el cura, poniéndose de pie y abriendo los brazos.

Era dueño de un carácter divertido, asociado a una espontaneidad sin igual y poco habitual para los curas que anduvieron por la zona. Hacía algún tiempo, había contado el turco Salem, el del almacén de ramos generales de la zona, que una mañana, a poco de haber llegado, Ludovico se acercó al establecimiento, con el carro enganchado a su caballo, a buscar algunos víveres. Andaba solo. Luego de comprar unas cosas comenzó a acarrear los bultos al carro. Iba abrazado a una bolsa de avena y uno de los peones de Salem le dijo: “¡lo ayudo padre!”; a lo que Ludovico contestó, con la voz entrecortada por el esfuerzo: “¡No, no; yo solo me lambo un buey!”. Entre risas disimuladas, todos interpretaron que hacía alusión al dicho “el buey solo bien se lame”.

Las diferentes ceremonias transcurrieron sin sobresaltos y, ya para el mediodía, estaba todo dispuesto para saborear los asados. José, que lo tenía de regalón a Ludovico, le acercó un par de riñones de cordero, lo que enloquecía al cura. Doña Juana repartía ensalada preparada en un fuentón y Estela hacia lo propio con tortas fritas.

-¡Tomas vivía con Tomemos. Tomas murió y quedó Tomemos solo! –, dijo Ludovico alzando la voz y dirigiéndose a Ricardo, el flamante esposo, para que le alcance la bota de vino. Aunque no lo hizo a la usanza de los lugareños, Ludovico apoyó el pico de la bota en sus labios y la exprimió.
-¡Linda zambullida, padre! –, le gritó alguien desde la otra punta de la mesa.
-¡Viva novios! –, retrucó el cura, alzando la bota.

Después del almuerzo se armó una tabeada detrás del corral y, a escondidas, corrieron algunos billetes.

-Voy yendo a rancho –, dijo Ludovico, rumbeando para el palenque, adonde esperaba su tordillo. Reynaldo, el ayudante de la parroquia, no había podido ser de la partida ese día pero le había dejado el caballo ensillado. Al llegar a la mañana, Rafael, uno de los peones de José, se lo había llevado para el lado de los corrales y le había aflojado el recado mientras esperaba el regreso.
-¿No se queda a matear, padre? – preguntó Juana. – Edith trajo una torta.
-No, no, mejor voy temprano –, respondió el cura, mientras se acercaba a su caballo, seguido por José y algunos otros.

Rafael sostenía de las riendas esperando que el cura, después de arremangarse la sotana, se subiera. El servicial peón no advirtió que se había olvidado de ajustar la cincha del animal, por lo que el recado estaba flojo. Nadie lo advirtió. Ludovico se agarró, apoyó el pie derecho en el estribo e intentó hacer llegar su humanidad al lomo del tordillo. Se le vino todo encima. José, que estaba a unos metros, alcanzo a gritar “¡cuidado!” pero ya era tarde,

Ludovico cayo de espalda con todo el recado encima. Un par de manos solidarias lo ayudaron a levantarse.

-¿Está bien padre? –, dijo con preocupación Rafael.

El cura, sacudiendo la tierra de su sotana, contestó:

-¡Bueno, ya que me bajé, me quedo a comer torta!

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