14/08/2018

Nadie repara en la desertificación

El problema está muy lejos de la agenda gubernamental y tampoco es de interés en la oposición: en la Argentina, 60 millones de hectáreas padecen serios cuadros de degradación y desertificación. No se trata de una situación exclusivamente nacional, ya que la desertificación amenaza a la cuarta parte de las tierras del planeta. El deterioro afecta de manera directa a 250 millones de personas y además, pone en peligro el sustento para más de mil millones, que habitan 100 países diferentes.

Es que la degradación de los suelos y la desertificación provoca una disminución en los rendimientos de las actividades agrícola y ganadera. Los datos obran en poder del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), que juega un rol destacado en las periódicas reuniones de la Conferencia de las Partes de la Convención de las Naciones Unidas (ONU) de Lucha contra la Desertificación.

Se entiende por desertificación a la degradación que sufren las tierras, la vegetación y la biodiversidad. El fenómeno se acompaña con erosión de los suelos y la pérdida de su capa superficial. Por otro lado, las tierras fértiles disminuyen paulatinamente en las zonas áridas, semiáridas o de poca humedad. A la principal causa de la desertificación hay que buscarla en las actividades económicas humanas y en las variaciones del clima, que últimamente, también obedecen a los desmadres que provocamos con nuestra manera de entender la relación con el medioambiente.

En el ideario más difundido, se supone que la Argentina es un país de tierras fértiles. Inclusive fronteras afuera suponen que aquí solo existen inmensas y verdes llanuras, con el ornamento frecuente de algún gaucho. Pues bien, la realidad no tiene nada que ver con esa imagen idílica. Este es el octavo país del mundo por su extensión y dentro de esa superficie tan considerable, las zonas áridas, semiáridas y menos que húmedas representan el 75 por ciento. Además, en esas áreas reside el 30 por ciento de la población. Hay que tener presente que de las 270 millones de hectáreas que componen la jurisdicción argentina, 60 millones tienen problemas de desertificación y degradación de los suelos.

En el norte de la Patagonia predominan los ecosistemas áridos. Pues bien, actividades como la ganadería, la explotación de hidrocarburos, la extracción de leña, la minería, el impacto de las ciudades y poblados, el desmonte y la agricultura, generan disturbios que contribuyen a su deterioro. Claro que con diferencias de intensidad, frecuencia y escala. El carácter poco sustentable que tiene la actividad económica en la región se remonta a los tiempos de su incorporación a la jurisdicción argentina.

En términos generales, por entonces se instaló un concepto de hostilidad hacia las zonas áridas, que tendió a precisamente a profundizar su aridez. Más recientemente, arribaron a la región prácticas de producción que no son apropiadas más el uso de especies con requerimientos ecológicos que conducen a la desertificación. No se trata de implementar un par de programitas o de llevar agua a parajes lejanos, sino de producir una transformación sustancial en la relación que mantiene la sociedad con la naturaleza.

Hay que poner en discusión el paradigma económico según el cual la búsqueda de la rentabilidad justifica cualquier estropicio ambiental. De ese proceso de cuestionamiento, deberían resultar nuevos conceptos en materia de planificación urbana y rural. También, modelos productivos que en lugar de degradar, potencien las posibilidades que brindan los ecosistemas áridos y semiáridos. El cambio que se requiere es monumental.

Durante los cónclaves de la ONU, se pone de relieve la importancia de la educación sobre el asunto de la desertificación. Pero no se trata de echar un fardo sobre las ya sobrecargadas espaldas de los maestros, sino de esfuerzos que se tienen que hacer desde varios ámbitos y en todas direcciones. En ese abanico de posibilidades, hay que incluir a las representaciones sociales y políticas. También, considerar especialmente las tecnologías que se deberían implementar en las zonas áridas argentinas.

La educación ambiental se propone trabajar a partir de tres estrategias. La primera de ellas sí es la formal, es decir, se puede desarrollar en las instituciones educativas, tanto públicas como privadas, en todos los niveles y modalidades. Por otro lado, la no formal es la que abarca a todas aquellas organizaciones sociales y comunitarias con inserción barrial, popular, confesional, artística o recreativa. En tercer término, aparece la educación ambiental informal, es decir, la que llevan adelante con sus mensajes y publicidad los medios de comunicación. Como bien sabemos, en los últimos tiempos son éstos los que marcan tendencias y circunscriben la agenda de debate. Por eso, también es mayor la responsabilidad a la hora de plantear una discusión que ponga en tela de juicio “normalidades” que son muy destructivas.

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