11/08/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Nahuel

EMOCIONES ENCONTRADAS: Nahuel

Tomó unos mates en la cocina, mirando cada tanto el reloj colgado en la pared, para que no se le hiciera tarde. Entraba en el hospital a las ocho y la caminata hasta allí le demandaba quince minutos. 

Se asomó por la ventana y, aunque no había aclarado, las luces de la calle le dejaban ver que los autos estaban blancos por la helada. Pensó en Atilio, ese hombre que dormía en el hall de entrada de un banco que le quedaba de paso para el hospital y le dio un escalofrío de pensarlo allí, con esa helada. Lo veía todos los días, acurrucado alrededor de un perro que era su compañero. A la vuelta del trabajo, ya de tarde, no estaba, pero se notaba que aquel era su dormitorio. “Le voy a llevar algo de comer”, pensó y se fue a la heladera para sacar fiambre y hacerle un sándwich. Se lo dejaría de pasada. Unos días atrás había pensado en cocinarse algo de más a la noche y llevarle una porción cada mañana. “No voy a terminar con la gente que duerme en la calle, pero este me toca a mí y, por ahí, algo ayuda”, pensó. Bajó del segundo piso donde vivía y salió a la calle, efectivamente, estaba helado. Con las manos en los bolsillos y la mochila en su espalda, emprendió el camino. Lo encontró donde siempre. Se detuvo a mirarlo; el perro levantó su cabeza desconfiado. El animal tenía una mirada mansa y ese gesto le pareció más bien una alerta para ponerse a la defensiva que un deseo de atacar. El movimiento del perro entre los brazos de su compañero lo despertó. Abrió los ojos y miró al joven médico, que vio esa mirada mansa y cristalina. Llevaba puesto un gorro de lana y su abrigo era un saco gastado. El perro se levantó para dejarlo sentarse.

-Quedesé, quedesé. –Le dijo el joven.- Me llamo Maximiliano y quería dejarle algo para comer, si no lo toma a mal–, prosiguió mientras sacaba de su mochila el sándwich envuelto en una servilleta de papel.
-Uh, le agradezco, amigo–, dijo el hombre mientras recibía aquello en su mano. –Me llamo Atilio y él es Nahuel–, comentó mirando a su perro.
Antes de seguir camino, Maximiliano alcanzó a ver cómo Atilio cortaba un pedazo del sándwich y se lo alcanzaba a su compañero. Qué pobreza pero cuánta humildad de corazón para compartir aquel alimento con su perro.
-Si me permite, cada mañana le traigo algo. Si está durmiendo, se lo dejo por acá–, dijo el médico, mirando el resto del hall de entrada.
-Sí, sí–, dijo Atilio, con una sonrisa que dejaba ver los pocos dientes que quedaban en su boca. Un viejo piano sin teclas, donde cantaba su indigencia. –Igual me tengo que levantar porque, cuando abre el banco, me rajan–, concluyó haciendo un gesto con su mano.

Durante varios días, Maximiliano dejaba algo de comer a aquel hombre al que siempre encontraba acurrucado en el hall y que apenas se sentaba para recibir el paquete. Tal vez, esa era la imagen de su situación, sin lugar para estar de pie frente a lo que la vida le deparó. El perro lo veía venir y movía la cola, ya eran amigos y hasta se animó a acariciarlo alguna vez.

Una mañana no los vio. Le resultó extraño y siguió su camino. Al llegar al hospital, reconoció a Nahuel que, al verlo, se le acercó. Maximiliano rápidamente dedujo que aquel hombre estaría en el interior. Luego de algunas consultas, le dijeron que, en la tarde, había ingresado en la ambulancia luego de que un patrullero lo encontrara tirado en la vereda. Había fallecido. Nada pudieron los intentos por mantenerlo vivo; todas las desventuras de su vida se habían confabulado aquella tarde y le arrebataron la existencia.

A media mañana, se acordó de Nahuel, que pacientemente esperaba a su compañero, echado en la entrada. ¿Cómo explicarle? Aunque el instinto del animal seguramente se encargaría de entenderlo. “No sabés –le contó un camillero –, el perro vino corriendo atrás de la ambulancia”. Maximiliano se arrodilló y le acercó una bandeja con agua y algo de comer; la mirada de aquel animal hablaba. Tenía dibujada una pregunta que el doctor, con un nudo en la garganta y una caricia en la cabeza del animal, intentó responder. Al salir de su turno, ya por la tarde, Maximiliano vio a Nahuel al pie de la escalinata. Le acarició la cabeza y emprendió el regreso a su departamento.

Luego de transitar unos metros por la vereda lo miró y golpeó un par de veces la palma de la mano en su pierna, invitándolo a acercarse. Nahuel dio unos pasos en esa dirección, luego miró la entrada del hospital y volvió, para echarse nuevamente.

La mañana siguiente, Maximiliano salió del edificio en donde vivía y vio echado en la puerta a Nahuel. Desde aquel día, lo acompaña hasta el hospital, lo espera a que finalice el turno y lo sigue de regreso al departamento; eso sí, cada vez que pasan por el hall del banco, se detiene y olfatea los alrededores ante la paciente espera de Maximiliano, respetuoso de ese homenaje a Atilio.

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