04/08/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: El taller del polaco

EMOCIONES ENCONTRADAS: El taller del polaco

Le decían “Polaco”, aunque era más bien morochón y mechadura. Su apellido eran puras consonantes, cada tanto, una vocal: Zwaczembrik. El nombre ayudaba poco, Gregor; así que, de chico, en el barrio, ya lo apodaron Polaco. Mecánico de los buenos; noble y trabajador a destajo, poseedor de las más diversas anécdotas. El taller se convertía en punto de reunión los viernes a la noche, como para cerrar la semana. A media tarde, el Polaco desocupaba la churrasquera, que estaba en un rincón del salón y que, durante la semana, era utilizada de “guardatodo”, pero la noche del viernes, cocinaba la carne que traían los de la barra. Él era el parrillero.

Con unas maderas y una puerta vieja tapaban la fosa. Tomaron esa costumbre después de aquella noche en que el petiso Samuel arrancó para el baño, que estaba afuera, olvidándose de que, en el medio del taller, estaba aquella fosa. Ricardo lo alcanzó a manotear.

Se encandiló, está bien que ya el tinto había hecho lo suyo; estaban truqueando de a cuatro en la mesita, a la cual alumbraba colgando de un tirante el foco de 200 W de la portátil que el polaco usaba para alumbrar los motores y un paño verde para simular un garito; fuera de la luz estaban las sombras del taller y el petiso casi se accidentó.

Cada viernes, iban llegando, de a uno, como un ritual. Agustín el primero, después el Chiche y Esteban y así, de a poco, se iba alcanzando el quórum. El dicho había quedado desde que el polaco vio una sesión de la cámara de diputados por la tele y escuchó que el presidente del cuerpo anunciaba que había quórum y, tocando una campana, daba por iniciada la sesión. De ahí a comprar una y colgarla junto a la parrilla para hacerla sonar cuando el asado estaba listo, hubo sólo un paso.

Al fondo, al lado de la parrilla había un juego de sapo que había sido del papá del polaco. Los muchachos preparaban una picadita y, mientras jugaban, iban “calentando motores” para el asado. El que perdía ponía la mesa y lavaba los platos, así que la partida tenía su seriedad. El sonido de las fichas de bronce chocando contra la madera buscando la boca del sapo o de la vieja tapaban, de a ratos, la música que venía desde un viejo Winco, donde alguno ponía un long play que cuidaban celosamente para la ocasión.

Aquella noche el primero en llegar fue Agustín, el polaco recién estaba empezando a hacer fuego. “Que haces bulón”, le dijo, dándole un empujón con el hombro. A cada uno, le había puesto un sobrenombre, todos en relación con elementos del taller; a Agustín, le había tocado “bulón” porque era petiso y cabezón. Peor le había ido al pollo Miranda, al que le puso “alicate”, por lo chueco. Un rato después, llegó Ricardo.

- ¿Cómo va? –, dijo apoyando la damajuana de tinto en la mesa.
- ¿Estás a dieta? –, saludó el polaco, mirando de reojo la damajuana sola.
- Rajá –apuró el recién llegado– ahora viene Samuel y trae otra.
- Ese, se toma una solo –, bromeó Agustín.
- Ahí vengo, voy a comprar algo para la picada –, comentó Ricardo y salió.

Mientras el Polaco salió al patio a buscar algo de leña, Agustín aprovechó para acomodar los caballetes para armar la mesa. El polaco entró.

- Ta medio húmeda la leña, che. Llamalo a “L´etor”, que traiga carbón cuando venga.
En el lenguaje tan particular del mecánico, “L´etor” era “el” Héctor, uno de los concurrentes que siempre llegaba temprano; por ello, decidió el encargo. Había aprendido a escribir porque Dios es grande. Durísimo para el estudio, había abandonado a mitad de la primaria y el viejo lo metió de cabeza en el taller. Todo lo que sabía lo aprendió de la práctica.
- ¿Tenés el número? –, consultó Agustín, mientras se dirigía al fondo, donde estaba la oficinita y, sobre el escritorio, el teléfono. Oficina era una manera de decir por el desorden que allí había.
- El número está en el cuaderno al lado del teléfono –, le gritó desde la parrilla el polaco.

Agustín vio la precaria agenda y buscando la letra H, recorrió con el dedo índice la lista de nombres. No había ningún Héctor. “Este animal lo anotó sin H”, pensó y abrió la hoja de la letra E. Tampoco.

- ¡Che, Polaco, no lo encuentro! –, gritó.
- ¡Ay, Dios mío! Los amigos inútiles que uno tiene – dijo, viniendo desde el fondo como un tren.

Le arrancó a Agustín de un tirón el cuaderno y, abriéndolo en la letra L, se lo acercó a la cara:

- ¡No está, no está!, ¿Qué dice ahí? L´etor, ahí tené el número.

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