31/07/2018

La pedagogía liberadora de Simón Rodríguez

Las evocaciones históricas no deberían limitarse a quienes comandaron tropas o firmaron decretos, porque como en toda obra colectiva, hubo actuaciones emancipadoras en diversos ámbitos. Es el caso de Simón Rodríguez, pedagogo que concebía a la educación de una manera distinta a la que conocimos más tarde en el ex-virreinato del Río de la Plata, cuando se intentó terminar o adormecer cualquier vestigio cultural propio con el pretexto de instruir.

La narrativa histórica venezolana llama Libertador a Bolívar y Preceptor a Rodríguez. En la biografía del primero, que combatió por la independencia de las actuales Venezuela, Colombia, Panamá y Ecuador, sobresale la importancia de Manuela Sáenz -su compañera- y de su amigo y continuador, Antonio José de Sucre. Pero antes que ellos, talló en su formación el maestro y filósofo que nos ocupa.

Rodríguez fue un adelantado a su época en cuanto a concepciones educacionales. También fue revolucionario en sus apreciaciones políticas y estaba provisto de cultura sólida e inteligencia. En primera instancia, se convirtió en profesor de Gramática del joven Bolívar, pero pronto devino su preceptor principal. Ya por entonces, propugnaba la educación de varones y mujeres juntos en las escuelas, propuesta que fue muy objetada a fines del siglo XVIII.

Plasmó su pensamiento en “Reflexiones sobre el estado de la educación en la Capitanía General de Venezuela”, donde también proyectó que los jóvenes estudiaran, sobre todo, albañilería, carpintería y herrería. Eran éstos los oficios más requeridos por entonces y hay que encontrar en este pensamiento un remoto antecedente a las escuelas de oficios o técnicas que se generalizarían mucho más tarde.

Para Rodríguez, la finalidad de la educación no era formar aristócratas sino ciudadanos útiles a la república. Al momento de exteriorizar tales consideraciones, Venezuela era aún una posesión colonial de España, como buena parte de América del Sur. Evidentemente, las autoridades locales de la metrópoli no tenían al pedagogo republicano en su más alta consideración, al igual que la aristocracia virreinal.

El maestro de Bolívar también lamentaba -en voz alta- que ni los mestizos ni los negros tuvieran acceso a la educación, en un país cuyo componente mestizo y negro era sustancial. Eran tiempos prerrevolucionarios y el pensamiento de Rodríguez quedó asociado con el de Juan Jacobo Rosseau, quien tantas ideas novedosas había aportado en los años previos. Para los monárquicos -más tarde llamados realistas- la obra del ginebrino resultaba corrosiva.

Puesto a trabajar, Rodríguez impuso a su pupilo a un régimen educacional innovador. A la enseñanza tradicional la complementaba con el ejercicio físico y el contacto con la naturaleza. A caballo remontaban las montañas cuando Bolívar rondaba los 10 años y andaban kilómetros a campo traviesa. Así aprendió a amar a su tierra el futuro Libertador. Rodríguez enseñó al aristócrata a dormir en incómodos catres, a recorrer la selva sin temores, a cazar, a conocer a los habitantes originarios y a respetarlos, a sentir como propias las palpitaciones más íntimas del pueblo.

Fueron aquellos años de útil aprendizaje para Simón Bolívar, hasta que en 1797 las autoridades coloniales descubrieron una conspiración. Hubo ejecuciones, arrestos y a Rodríguez, que obviamente estaba implicado, no le quedó más remedio que escaparse hacia Jamaica, donde aprendió inglés. Al separarse sus vidas, el Preceptor contaba con 26 años y el futuro Libertador, con 14.

Se reencontraron en París, luego de que Bolívar partiera hacia Europa. El más joven de la dupla había pasado primero por Madrid, donde se había casado para enviudar prontamente, en 1803. Cuando su salud se resquebrajó, fue Rodríguez quien cuidó de él hasta que se repusiera. En la Francia de Napoleón, Bolívar sintió tanta pena como ira por las oscilaciones del genio militar que intentó convertirse en César.

En agosto de 1805 maestro y alumno escalaron el Monte Sacro. Según el testimonio de Rodríguez, dijo el caraqueño, “Juro delante de usted, juro por el Dios de mis padres, juro por ellos, juro por mi honor y juro por la Patria, que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español”. Poco después se separaron por 18 años.

Fue cuando Bolívar nombró a Rodríguez director de Educación y Beneficencia en Lima. El pedagogo fundó cuanta escuela pudo. Le escribió a su amigo, ya una leyenda: “He regresado a América, no porque yo he nacido aquí sino porque sus habitantes están entregados a una tarea que a mí me gusta...”. “Oigo que dicen -algunos suspirando, otros haciéndome suspirar- que vas a abandonar América en cuanto hayas puesto fin a determinado negocio. Si, según yo pienso, ese negocio es la libertad, me tranquilizo; mucho tiempo ha de pasar antes que eso esté terminado”. Palabras proféticas.

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