14/07/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Merengues rotos

EMOCIONES ENCONTRADAS: Merengues rotos

Don Lorenzo, histórico vendedor de la Panadería Trevisán, tiene algunas contadas, por ser “cortito´e carácter”. Los que, desde chicos, compramos el pan en esta panadería teníamos más bien recelo de esa mirada de costado y penetrante, que parecía estar siempre de mal humor (a veces, lo estaba). Ya de grandes, los que logramos atravesar ese gesto nos dimos cuenta de que detrás de esa apariencia había una persona noble y ocurrente.

Cierto día, llegó una señora y se produjo la siguiente situación:

- Don Lorenzo, ¿habrá restos de merengue rotos, que me suelen guardar?
- Mmmh... No señora, pero tenemos estos en bolsitas. Le mostró unos envases donde venía una especie de pelotitas de merengue, de medio kilo más o menos.
- Ay, qué lástima. Porque a mí me saben guardar...
- Sí, sí, pero hoy no hay.
- ¿Por qué no se fija? ¿No habrá algo por ahí?

Fue suficiente. El caballero agarró la bolsita, la golpeó sobre el mostrador para que se moliera el contenido y, mirando a la insistente señora, le dijo: “Acá tiene señora, ¡medio kilo de merengue roto!”.

Peluquero de pueblo

En aquel pueblo de la Línea Sur rionegrina, vivía un verdulero que, además de vender frutas y verduras, era peluquero. Se las había ingeniado para llevar adelante sus dos actividades. Contaba con un local dividido en dos y una puerta por detrás, que los comunicaba. Si estaba en su peluquería, en la que se hacía pelo y barba y entraba alguien por un kilo de papas, dejaba a su cliente a medio afeitar, daba la vuelta por detrás, hacia la venta y luego regresaba para seguir con la rasurada.

A veces, cuando le tocaba afeitar a alguien ya entrado en años, a los que se les afloja la piel de las mejillas y papada, nuestro buen amigo lo dejaba envuelto en trapos tibios y húmedos, para que vaya aflojando la barba, se iba hasta la verdulería y volvía con alguna ciruela o fruta de ese tamaño, la cual la introducía en la boca, entre la encía y el “cachete”, para que estirara y así poder rasurar con precisión... Eso sí, al finalizar el trabajo, le obsequiaba la fruta.

La máscara

En un pequeño pueblo chacarero del valle, solían juntarse en el bar algunos parroquianos a dejar un poco del cansancio del día, un trago y, de paso, hacerle un “dentre” a las cartas, los dados o las bochas. El local era propiedad de un gallego, bastante tacaño y conservador que, por baño (y sólo de hombres), tenía un recinto en el patio, tipo letrina, con un agujero en el piso y, por laterales, unas tablas de cantoneras, que se levantaban del suelo apenas un metro cincuenta. Daba a la calle. Si alguien de mediana estatura estaba parado, se le veía la mitad del torso y lógicamente la cara.

Cuando algún parroquiano pedía permiso para ir al baño, debía pasar por la cocina y salir al patio. El gallego le preguntaba qué tipo de necesidad iba a satisfacer: si era de sentado, “pasa nomás…”, pero si era algo de parado, le daba una máscara, de las de carnaval, que estaba agarrada a un palo, para que se cubriera la cara, pues, desde el cerco, pasando por la vereda, los transeúntes se enteraban que vecino estaba satisfaciendo sus necesidades en el baño.

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