10/06/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Don Abelardo

EMOCIONES ENCONTRADAS: Don Abelardo

Abelardo Epuyén, uno de los pioneros de la canción cordillerana, en épocas en que la Patagonia no existía prácticamente en el cancionero nacional, a excepción de Marcelo Berbel.

Pinocho, como le llamaban sus conocidos, logró reflejar en sus composiciones el paisaje y describir al habitante de la comarca, entre El Bolsón y Epuyén. Su vieja guitarra, con clavijas de madera (aún conservada por sus amigos) tenía la firmeza del ñire, pero también su nobleza y el aroma de la flor de aljaba que nace entre las piedras de los arroyos. Así era su carácter: rudo, firme y, a la vez, con una gran sensibilidad, la que le permitió reflejar poética y musicalmente a su tierra.

La casa que habitaba aún se conserva a orillas del arroyo al que le cantó en forma de cueca y que es un himno de las canciones cordilleranas: “Arroyo de mi pago, de agüita clara, que la lluvia y la greda la vuelven baya…”. Su carácter, abonado por el alcohol, lo hizo protagonista de situaciones límite, que aún viven entre quienes compartieron su vida. En alguno de ellos, habrá pensado aquella tarde en que una comisión policial lo subía al móvil, en el bar de Reyes.

Seguramente, esa mañana, salió de su casa montado en el zaino negro, ese al que valoró una tarde al verlo pasar de tiro, llevado por su dueño y al que aquel hombre, unos días más tarde, le hizo llegar llevado por su hijo, de obsequio, como muestra de su admiración.

Luego de cruzar el puente de madera sobre el arroyo, cruzó la ruta y se fue faldeando el cerro rumbo al poblado, por la cortada que tantas veces recorrió. Ató su caballo en el palenque, junto a los álamos; había un par más, con la cincha floja, esperando mansamente que sus patrones terminaran con la tertulia cotidiana y llevarlos de regreso a casa.

Entró al bar, echando el ala del sombrero hacia atrás. Con una mirada, recorrió la cara de los presentes, saludó a algunos y se dirigió a la mesa del rincón, era la que elegía siempre, junto a la ventana. Colgada en la pared estaba la guitarra; aunque era propiedad de Reyes, parecía estarlo esperando. No llevaba la suya pues sabía que estaba aquella. Como parte de un ritual, el propietario del bar se acercó, trayendo una jarra de vino blanco, un vaso y un plato con queso cortado en cubos; sin decir palabra, se retiró.

En otra mesa, cuatro hombres jugaban al truco y, más allá, un par de jóvenes apuraban una cerveza. Luego de servir el vaso y tomar un trago, Pinocho se llevó un pedazo de queso a la boca y se paró para descolgar la guitarra.

Comenzó a templarla; ella parecía estarlo esperando y dejó salir de su boca ese sonido tan particular, silvestre y dulce, que aquellas manos arrancaban pulsando las cuerdas gastadas.

No estaba programada la visita del artista al local, aunque todo el pago sabía que, de estar allí su cantor, seguramente desgranaría algo de música. Aquellos que jugaban al truco dejaron de hacerlo y giraron sus sillas, esperando que el cantor del pago comenzara a desgranar sus canciones. Un par de milongas y una zamba fueron el inicio de aquel mediodía de música en el bar de Reyes. Desde la mesa del fondo, donde estaban los dos muchachos, se escuchaban murmullos y voces altas, lo cual incomodó a los presentes, más aún teniendo en cuenta lo que ello molestaba a Pinocho. Alguien hizo un chistido con su boca, invitándolos al silencio.

- No somos lechuzas pa´andar chistando–, se escuchó desde el fondo.

El clima se tensó como una de las cuerdas de la guitarra. Reyes, desde atrás de la barra, sostuvo la mirada en el cantor, que fingió no haber escuchado, luego miró a los muchachos.

- Si no les gusta, van a tener que irse–, les dijo.

- ¡Tanto barullo pa´escuchar a ese sombrerudo! Si hasta dicen que ha robado esas canciones–, continuó uno de los muchachos, poniéndose de pie y acercándose a la mesa.

Uno de los presentes, se paró y sostuvo al muchacho, que seguía insultando. Pinocho, que había dejado de tocar, lo miró y lo reconoció. Era el hijo del vecino, al que un par de años atrás le había matado al perro, porque ladraba mucho y no le dejaba dormir. Varias veces habían discutido hasta que una mañana el cantor cumplió la amenaza y lo mató.

Había crecido el muchacho y ahí estaba, desafiándolo. Su mirada trasuntaba la ira a la que el alcohol había dejado salir. Con un movimiento enérgico, logró soltarse de quien lo sostenía e intentó abalanzarse sobre Pinocho, quien dio un salto hacia atrás, parándose de la silla y, llevando su mano instintivamente a la cintura, tomó su cuchillo. Nadie logró detenerlo. Cuando reaccionaron, el puño de Pinocho topaba contra el vientre del muchacho.

Herido de muerte se inclinó hacia adelante, y se dobló. El agresor se hizo a un costado y lo dejó caer, golpeando primero en la mesa y luego cayó torpemente al piso, que pronto lucía una mancha de sangre sobre sus maderas.

Alguien corrió en busca de ayuda.

En el móvil policial, camino a la alcaidía de Bariloche, sus ojos habrán recorrido ese bosque al que tanta inspiración le dedicó. “Zambita madrugadora, llegas con la aurora a hundirte en el sol. Volverás mañana, suave, y otra vez tendremos un canto de amor…”.

La mañana para regresar esperaría tras las rejas. Habrá recordado también aquel viaje a Buenos Aires, en el que registró un par de sus canciones en un disco; esa ciudad a la que no logró adaptarse y en la cual su destino cancionero habría tomado otro rumbo y estaría lejos de ese móvil que lo llevaba a su encierro.

Pese a contar con un régimen de salidas transitorias en la alcaidía de Bariloche, terminó sus días entre las cuatro paredes de su encierro. Una guitarra acercada por alguien que lo visitaba (con el consentimiento de las autoridades carcelarias) le permitió sobrellevar sus últimos días, acompañado por el deterioro de su salud y la abstinencia. Quedó el legado de su obra. Las exquisitas composiciones que emanaron de ese ser controvertido y “mal llevado” (como lo definen quienes lo trataron) son patrimonio de la cultura musical cordillerana.

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