02/06/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Ganó el Real

EMOCIONES ENCONTRADAS: Ganó el Real

Días atrás, estaba comprando en un quiosco atendido por una señora acompañada de su hijo de unos 12 años, cuando ingresó corriendo un amigo, comentándole “ganó el Real”. Acto seguido, el niño aferró la camiseta que llevaba puesta con sus dos puños y exclamó: “¡vamos!”.

Me fui pensando que los niños, hoy, son hinchas de los clubes de fútbol que siguen por la televisión o de los que juegan en la “play”. ¡Qué lejos quedamos nosotros, los de cincuenta en adelante!

Sacando aquellos que vivían en Buenos Aires y que podían ir a la cancha, los patagónicos nos hacíamos hinchas de los clubes por herencia paterna, por las revistas o los relatos de la radio. Épocas en que los partidos se jugaban todos a la misma hora del domingo y eran transmitidos con cabecera en el clásico, interrumpido por algún periodista que anunciaba el gol en otra cancha (con una calidad de comunicación que parecía que hablaban desde la base Marambio, en la Antártida).

¿Real Madrid?, además de ser un circo que cada verano recorría los pueblos con sus animales y trapecistas, era la eterna mención de nuestros padres a la saeta rubia, Alfredo Di Stéfano, a quien no vieron jugar pero, de acuerdo con los especialistas radiales y gráficos, era lo más grande que había dado el fútbol criollo. Lo mismo sucedía con otros deportes.

Nuestros mayores lloraron con los campeonatos de Fangio, sin haberlo visto correr nunca; las peleas de Locche, al que escucharon consagrarse campeón del mundo de box en Tokio, escuchando la pelea por radio a las 9 de la mañana (hora de este lado del planeta).

Descubrimos algunos clubes de Europa por las gestas de Racing, Estudiantes e Independiente, que disputaban la Intercontinental. Nos deslumbró el Celtic, con esa camiseta a rayas horizontales de color verde, el Inter con esos números gigantes en la espalda de los jugadores y con los nombres, o el Ajax con esa tremenda franja horizontal color naranja. Descubrimos la Juventus, a la que taparon con una pared monumental Bochini y Bertoni un día de semana, en un partido que ni siquiera transmitieron las principales emisoras. Del Barcelona, sólo sabíamos que tenía una camiseta parecida a la de San Lorenzo, del cual recitábamos de memoria la formación de los “matadores”. ¿Un hincha del City, del Bayern? ¡Si nos escandalizaba cuando nos topábamos con un hincha de Huracán o de Ferro (por citar alguno)! Había clubes a los cuales veíamos en las figuritas, nada más. Los pibes de hoy hasta piden permiso para faltar a la escuela y poder ver, a las tres de la tarde de un martes, un partido por la Champions, donde juegan dos equipos a cuyos jugadores conocen con pelos y señales.

Al relato de la radio, le sumábamos el comentario del partido en El Gráfico, donde venía dibujada la secuencia de la jugada y una foto del autor de la conquista; también el resumen en un cuadrito chiquito, con la figura de la cancha y la calificación del corresponsal: desde excelente a malo (incluido el árbitro). Nos llevó años enterarnos de que Buitoni, en la camiseta del Nápoli de Diego, era una marca de tallarines y Mars, de chocolates. Eran tiempos en que las camisetas de nuestros clubes sólo lucían el escudo en el pecho, en el costado izquierdo.

¡Las tiendas deportivas vendían camisetas de cualquier combinación de colores menos de las de nuestro equipo! Los únicos que por ahí lucían la de algún club de primera eran aquellos que habían viajado a Buenos Aires o que de allí se la habían traído. Todavía recuerdo el día en que uno del barrio trajo al picado una número cinco de cuero, con algunos pentágonos negros, como la que se utilizó en el mundial México 70.

En los modernos televisores de hoy, se puede ver en HD hasta el pastito que arranca el botín al impactar con la pelota, o las incansables repeticiones de los goles en programas especializados. Al clásico del domingo, lo veíamos los lunes o martes a la noche, cuando llegaban al canal de televisión local las latas con las cintas: ¡los 90 minutos, sin editar! Algunos partidos de la Libertadores de los 60, que no eran retransmitidos por la radio local, había que sintonizarlos en onda corta, rogando que no se fuera la onda justo en momento en que atacaba nuestro equipo; se creaba una pausa interminable, esperando que vuelva pronto.

Hoy, se paga más por un pibe que es una joven promesa de las inferiores de algún club de primera de lo que pagó el Barcelona por Diego Maradona, en los años 80.

Quien más quien menos conoció un estadio de fútbol y vio allí un partido. También comprendimos la tremenda industria que se mueve alrededor de ese cuero inflado de aire que corren veintidós millonarios; pero también se agradece la infancia, llena de ilusión y fantasía, que nos regalaron aquellos gloriosos clubes criollos (y sus jugadores), a los que seguíamos y moríamos por ellos, aun sin conocerlos más que por relatos, láminas y fotos.

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