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| 06/05/2018

San Carlos

San Carlos

Carlos estaba a la orilla del lago controlando las amarras de uno de sus botes. El agua estaba quieta, después del viento del día anterior. Por un instante, se quedó mirando el vuelo de un par de gaviotas que dibujaban su libertad por el cielo y lo invitaron a pasear su mirada por las montañas. Comprobó que no había ninguna nube en el cielo lo que auguraba otro caluroso día de aquel febrero de 1900. Había dejado servido el almuerzo a un par de parroquianos que se habían acercado a su comercio y vio que se acercaba un jinete desde el este, bordeando el lago, por esa huella que habían marcado los carros. Terminó su tarea y volvió al negocio. Eran dos los edificios que había construido a orillas del arroyo: su pequeña casa, del tamaño justo para cobijar su soledad, que levantó a poco de llegar, y el almacén, que había terminado casi sobre fin del año anterior. “Voy a inaugurar el siglo veinte con negocio nuevo”, le comentó a uno de sus ayudantes.

-Buenas, buenas –, dijo Carlos al ingresar al local por la puerta trasera, que daba al oeste, cercana al arroyo.

-Buenas, don Carlos –, contestó el recién llegado que, luego de saludar a quienes se encontraban dentro, se acodó en el mostrador, esperando al dueño del comercio.

-¿Cómo andas tú, Ceballos? –, preguntó Carlos, dirigiéndose al recién llegado. Su acento chileno sonaba extraño para aquellos criollos del lugar. Ceballos era uno de los peones de Enrique, el escosés que habitaba cerca del río Limay.

-Me mandó el patrón a que le entregara esta carta –, dijo sacándolo de su bolsillo. Carlos dejó la carta a un costado, luego la leería.

-¿Quieres tomar algo? –, preguntó al chasqui. – Tengo aquí un poco de vino.

Ceballos aceptó gustoso y escuchó desde la mesa, donde estaban aquellos hombres: “Arrimesé, paisano”. Y hacia ellos fue. Carlos se dirigió al galpón, detrás del local, dejando a aquellos vecinos que seguramente encontrarían tema de conversación. Su almacén era un punto de encuentro para todos los habitantes de la zona. Allí se sabía todo lo que andaba sucediendo, se recibía la correspondencia y se ofrecía un precario servicio de cantina. Carlos pensaba, como una proyección de su comercio, levantar una hostería, para albergar a los viajeros, como así también adecuar algún sector del campo lindante para las tropas de carros. Si prosperaba su proyecto se convertiría en un establecimiento distribuidor para toda la zona. A aquel treintañero chileno, le sobraban ideas y ansias de progreso. Deseaba adquirir un barco en Chile para comerciar a través de la cordillera y transportar la mercadería por agua y tierra.

De regreso en el salón Carlos se acercó a la mesa, para levantar los platos.

-¿Han quedado con hambre? –, preguntó a sus clientes.

-No, don Carlos. Taba bien bueno –, contestó uno de ellos, mientras el otro asentía.

-¿Cómo anda don Enrique? –, se interesó Carlos dirigiéndose a Ceballos.

-Ahí quedó, don. Estaba por salir pa´ lo de don Jones.

-Ja, ¡linda yunta esos dos! –, dijo Carlos y rieron todos con ganas.

-Le iba a pedir prestada una rueda pal carro. Agarró una piedra la otra vuelta y se le rompió –, concluyó Ceballos y terminó su vaso de vino.

Uno de los parroquianos, al observar una estiba de madera que descansaba junto a una de las paredes de la casa, le preguntó al dueño de casa.

-¿Sabe de alguna changa, don Carlos?

-Mira, en unos días más voy a empezar a bajar unos árboles para hacer algo de madera. ¿Son buenos para el hacha? – dijo, mirándolos.

-Yo sí. Mi compañero no sé –, respondió uno de ellos.

-Bueno, igual hace falta gente para acarrear desde el monte –, concluyó Carlos. – En un mes, vemos –, dijo parándose y dirigiéndose al mostrador. – Voy a ver qué me pide Enrique en esa nota.

Allá en la mesa, quedaron aquellos hombres conversando de sus cosas. Uno de ellos se levantó y salió por la puerta que llevaba al baño, en el patio.

Carlos se dirigió con el sobre en sus manos hasta un sillón que tenía junto a la ventana. Se dejó caer en él, dando un soplido largo y ruidoso, que pretendió sacarle el cansancio del mediodía hasta allí transcurrido. Al abrirlo y comenzar a leer, soltó una carcajada que quebró el silencio del salón y sorprendió a sus clientes. “San Carlos”, dijo volviendo a sonreír con ganas. “Este Enrique…”. Sin dejar de reír y viendo que los presentes no entendían de qué se trataba aquello que tanta risa generaba en el dueño del almacén, se puso de pie y fue hasta ellos.

-Resulta que Enrique me escribe y, en lugar de don Carlos, me pone San Carlos” –, rió con ganas. – ¡Me ha hecho santo! –, exclamó y su risa fue acompañada por la de los clientes.

Luego de un rato, Carlos preparó en una bolsa aquello que el escosés le pedía en la nota y se la entregó a Ceballos. Lo acompañó hasta el caballo y, al despedirlo, le dijo: “¡Salúdalo al patrón de parte de San Carlos!”. Acto seguido, le pasó la mano a aquel peón y lo vio irse por la huella, costeando el lago. Al volverse para entrar al local, levantó la mirada y vio el cartel donde se leía “La alemana”, nombre que le había puesto a su casa-comercio, al llegar a Nahuel Huapi. “San Carlos. Lindo nombre para un pueblo”, pensó antes de ingresar.

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