EMOCIONES ENCONTRADAS

| 21/04/2018

Jurame que no me vas a olvidar

“Algún día, aunque seas muy viejito, volvé a buscarme”, dijo ella, entre sollozos, perdiéndose entre los brazos de aquel muchacho.

Jurame que no me vas a olvidar

Esa tarde, el río que tantas veces los vio pasar de la mano por la costanera chaqueña, felices y enamorados, era testigo de la despedida. 

Aquel muchacho, un cantor de aspecto humilde y bonachón al que artísticamente se lo conocía como Pity, había robado el corazón de esa muchacha, que se deslumbró al oírlo cantar. “Un guitarrero no es lo que yo soñé para vos, Susana”, le dijo su padre esa noche cuando cerró la puerta de su habitación, luego de prohibirle volver a verlo. Por eso, estaban allí, a orillas del río, para despedirse.

El muchacho guardó en un bolso sus pocas cosas y, en un rincón escondido de su alma, a aquel amor. Tomó su guitarra y partió. No soportaría andar las calles de su pueblo chaqueño sin poder tener a Susana consigo. Sacó un boleto en la terminal, eligió Buenos Aires, luego vería.

Al renombre que había adquirido en su pago, se le sumaba el que iba logrando en la gran ciudad. En la década del 70, el folklore era una moda en la gran ciudad y, dentro de él, un chamamecero de buena voz era bienvenido. Después de andar un tiempo allí, decidió probar suerte en el sur, “lo más lejos posible” pensó, mientras el traqueteo del tren lo adormecía en viaje a la Patagonia. Anduvo por la cordillera neuquina y, luego, la rionegrina, mostrando la cultura de su litoral. Aquella muchacha siempre aparecía en alguna de sus noches y se le volvía nostalgia en alguna letra de sus canciones.

Sangró de amor en los notros de la primavera sureña y el perfume de los jazmines litoraleños se le volvió aljaba a la orilla de algún arroyo cordillerano, cristalino y lleno de murmullos, tan lejano de aquel ancho camino de agua marrón que era su río chaqueño.

Con los años, recaló en la zona de Lago Puelo y allí encontró su lugar en este mundo. Ya con ganas de amarrar en puerto seguro, se instaló en una chacra y allí decidió arraigarse. Casi no cantaba ni pulsaba su guitarra. Los acordes llegaban al alma, allí donde estaba el recuerdo de ella.

Si bien tuvo noticias de que se había casado, no se entristeció. Susana se merecía la felicidad, aunque íntimamente intuía que el agraciado no tendría el amor puro y profundo que él si tuvo. Alguna vez, un viajero que se cruzó en su camino le dijo que ella había muerto en un accidente junto a su marido. Esa noche, lloró en silencio. Las tardes de otoño se le iban frente al ventanal de su cabaña, mirando la policromía del bosque, viendo pasar sus días, recordando caminos y canciones al calor del hogar, donde se quemaban los leños.

Allí ardió el dolor de ese amor frustrado dando paso a un dulce recuerdo. “Si hay un Dios en el cielo, nos ha de guardar un lugarcito para estar juntos por siempre”, pensó, y cumpliría aquella promesa de buscarla. “Jurá que no vas a olvidarme”, le había dicho Susana aquella tarde junto al río y él había cumplido su palabra.

Ya transitando la vejez, a don Pity, alguien le insistió para volver a cantar, aunque fuera en algún modesto teatro de la cordillera. “Usted tiene mucho que mostrar”, le comentó un colega cantor. Así fue, lo convenció, y una noche un escenario lo vio con su guitarra después de tantos años. Cada canción le entibió la sangre y le recordó emociones escondidas. Como una ofrenda, un castigo o vaya a saber qué, se había llamado a silencio, pero la guitarra y los aplausos le habían recordado su esencia y lo envolvió una felicidad que hacía tiempo no sentía. Renació y, al poco tiempo, partió a su terruño, al que no había vuelto nunca desde aquella despedida. Antes de partir, dio una última mirada a las montañas y ese valle cordillerano que lo cobijó por tantos años. Allá iría, a su Chaco natal, a dejar sus últimos días en el entorno que lo viera nacer.

Aquel pueblito chaqueño tomó su llegada como el regreso del hijo pródigo, ese que llevó por los caminos su monte, su río y su gente. El intendente del pueblo le organizó un concierto y, esa noche, estrenó una guitarra que, a modo de tributo, le obsequiaron en nombre de todos sus vecinos. Ya terminado el concierto, Pity se encontraba saludando a quienes se habían acercado a aquel reencuentro. Aunque le costó reconocer a algunos, por el paso del tiempo, voces y palabras lo fueron acercando a su juventud. Un compañero de colegio, un viejo cantor, algún pariente, pero el destino le tenía guardado su mejor acorde, su más preciada canción.

Allá, al fondo de la sala, como esperando su turno para saludarlo, vio aquella mirada que nunca había olvidado. Ese rostro que se volvió luna en tantas noches, iluminando sus desvelos, estaba allí. Susana, del brazo de una niña que tendría la edad de ella cuando se vieron por última vez. Las voces y palabras de quienes lo rodeaban pasaron a otro plano, era un murmullo de fondo, como el rumor del viento entre las hojas. Todo su ser se alineó en aquella dirección y, hacia ella, fue lentamente. Cada paso que daba era un recuerdo, horas de espera que caían y lo acercaban. Desde el fondo de su alma, allí donde la había guardado, surgió aquella novia y lo guiaba a esta realidad, a su encuentro. Sus manos se tomaron, como dos palomas temblorosas, quizá temiendo haber olvidado el roce de la piel del otro. Estaba todo intacto.

- Enviudé hace años. Mi esposo falleció en un accidente –, le dijo ella.

- Yo estoy solo – contestó el.

El día siguiente, casi sin proponérselo, aquel recodo del río donde se vieron por última vez los cobijó. El tomó sus manos.

- Te pedí que aunque fueras muy viejito vinieras a buscarme. Y cumpliste –, le dijo ella.

Un domingo a la tarde, rodeados de parientes, amigos y vecinos, entraron a la capilla. Él le juró, esta vez frente a Dios, que nunca la iba a olvidar.

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