08/04/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Sábado a la tarde

Edgardo Lanfre
EMOCIONES ENCONTRADAS: Sábado a la tarde

Cachi llegó a la casa de Piru; serían las cuatro de la tarde. La lluvia golpeaba el techo de chapa y había abortado el picado de la tarde. “¿Justo hoy tiene que llover?”, pensó con la número cinco debajo del brazo, durita de tan inflada, como para hundirle el empeine.

Le abrió la mamá. “Pasá Cachi. ¡Piru!”, gritó hacia el fondo mientras entraba a la cocina secándose las manos en el delantal a cuadros. Un aroma a bizcochuelo dorándose en el horno inundaba toda la casa. Piru, en realidad era Pirulo, esos sobrenombres que ponen las madres cuando uno es chico y que quedan como un lunar en la piel, para siempre. Por razones obvias, y por las rimas que ocasionaba, lo habían acortado, parecía más simpático.

Vino desde la pieza y una mirada bastó para entenderse. Era un drama la lluvia. Toda la semana esperando el sábado para el partido y el agua arruinaba todo. Para colmo el campito era una laguna y la pelota embarrada pesaba como una sandía, ni hablar de cabecearla además. Entraron a la cocina. La mamá, doña Esther, lavaba las cosas que había usado para hacer la torta; seguramente iban a ligar un pedazo cuando saliera del horno y se enfriara un poco.

La casa de Piru era grande. Un comedor con muebles de roble, el televisor en un rincón y un pasillo que llevaba a las piezas. En una especie de corredor vidriado que iba hacia el fondo, Esther tenía plantas y un canario amarillo que cantaba como los dioses desde su jaula, allí sabían jugar un “cabecita” con mucho cuidado, por el pájaro, las macetas y los vidrios. Pero ese día parecía ser la única opción, las gotas de lluvia se estrellaban contra los vidrios empujadas por el viento. “Piru, vení a cerrar la puerta que voy hasta lo de Raquel. No salgan que está lloviendo”, dio la orden desde la puerta.

Cabeza va, cabeza viene, empezó la cosa con la número cinco engrasada; una parada de pechito, un intento de palomita… Piru ganaba seis a cuatro. Vino una pelota llovida y Cachi no aguantó: llevó hacia atrás la cabeza, con sus brazos abiertos como un cóndor presto a volar, impactó de lleno la frente, como diciéndole sí a aquella delicia redonda llena de aire que salió impulsada no justamente en dirección a su amigo. Si hubiese calculado para darle a la jaula del canario, no le habría salido tan bien. La agarró de abajo, se levantó y, en un instante que pareció eterno, golpeó en el piso, desparramando alpiste y agua por todos lados, con tanta desgracia que la puertita de alambre, con el golpe, se abrió y quedó hacia arriba. Pronto vieron al avecilla amarilla salir volando desde su encierro. “¡Que hiciste idiota!”, gritó Piru mientras corría detrás del canario que dobló por el pasillo y se fue al comedor. “¿Qué querés? Me entusiasmé”, respondió Cachi tratando de alegar en su favor, aunque miraba el desastre que había armado.

El Piru dimensionó el tamaño del accidente y corrió a la pieza a traer una toalla. A la pasada, le dio a Cachi una sábana que alcanzó a manotear en el lavadero; parecían dos fantasmas. No había espacio para sonreír. El canario miraba desde arriba del modular, medio de costado, tal vez, adivinando la jugada de aquellos dos muchachitos. “¿Dale que me dejabas agarrarte, lindo?”, le suplicaba Piru. “Te juro que te doy de comer todos los días”. El canario, indiferente, voló hacia la cocina y se posó en la manija de la pava. “Si viene para acá, tirále la sábana encima”, ordenó el dueño de casa a su amigo, marcándole la puerta que iba al comedor. La ventana que daba al patio del costado de la casa estaba entreabierta, para que salga el aroma del bizcochuelo, no quisieron ni mirarla, quizás para no alertar al alado fugitivo, que si la veía se iba y chau. Si te he visto, no me acuerdo.

Sigiloso como un felino, con el toallón estirado en sus brazos, Piru se fue acercando; el pájaro quiso volar hacia la ventana. Era la última oportunidad para ambos: para el ave, la libertad; para Piru, una penitencia de consecuencias impredecibles. El vuelo de aquel muchachito fue perfecto; Cachi lo vio como suspendido en el aire. Se arqueó y embolsó al pájaro, cayendo entre las sillas, ahuecando el pecho, con el toallón envuelto y el ave adentro. Corrieron al pasillo. No quisieron ni mirar el reloj cucú que colgaba en la pared del comedor. Esther estaría por llegar en cualquier momento. Levantaron la jaula, la colgaron nuevamente en el clavo y soltaron dentro al canario amarillo, ese fugitivo que, por unos minutos, amenazó hacerles salir el corazón de la boca a ambos.

“Traé el trapo del lavadero”, ordenó Piru, mientras corría a buscar la escoba y la palita de atrás de la heladera. Escucharon la voz de Esther desde la vereda. Quiso el destino que la vecina, Cristina, la atajara para contarle algo, sino los encontraba en plena fajina. “Las sillas de la cocina”, alertó Cachi, corriendo a ponerlas en su lugar; habían quedado desacomodadas por el revolcón del cazador. A la carrera, pasó Piru a tirar en la basura el alpiste que recogió del suelo y sacó del lavadero el paquete para reponer el que había caído de la jaula, hizo lo propio con el agua. “¡Viene tu vieja!”. Una rápida mirada para ver que estaba todo en su lugar y una seña de Piru llevó a su amigo hasta los sillones del comedor. Se sentaron, un poco agitados y acalorados, justo en el momento en que la mamá abría la puerta. Ella los miró. “¿Qué hacen ahí sentados?, ¿Por qué no inventan algo para entretenerse? Parece que si llueve y no andan callejeando, no son capaces de divertirse. Lavensé las manos que les preparo la leche”.

Edgardo Lanfre

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