EMOCIONES ENCONTRADAS

| 25/03/2018

Noche de perros

El Cholo acercó unas ramas al fuego.

Un tronco reseco de ñire era el respaldo donde las apoyó para que ardieran. A un costado, un pedazo de carne se secaba en la parrilla. Era lo que había sobrado de la cena.

Esa noche Lisandro, el cocinero, se había tomado descanso, en realidad era un premio para aquel grupo de paisanos, la mano de ese hombre no era para la cocina, pero trataba de hacer lo posible con guisos y pucheros de poco vuelo.

Venían bajando de la veranada con todo el arreo, pilchas y cacharros que habían utilizado en el campamento. La marcha era lenta porque iban esperando al catango tirado por los bueyes, que soportaban el peso cuesta abajo y avanzaban entre el bosque. Ya casi cuando atardecía, encontraron un claro, una pampita que cruzaba un arroyo y allí decidieron hacer noche.

Norberto había ensartado en el asador un pedazo de paleta y costilla de un capón carneado el día anterior y las sobras descansaban en la parrilla, seguramente sería churrasqueada al desayuno. Antes de dormirse, habían armado la rueda junto al fogón y hacían correr la bota de vino. La porfía de algunos grillos ocultos en la noche le ponía un manto de misterio a los relatos.

Tiscornio venía contando sus aventuras desde temprano y, aunque costaba creerle, entretenía a la concurrencia. Miró de soslayo a Lisandro, que acariciaba un cusquito de orejas caídas que se había echado a su lado. “Yo sí que tuve un perro inteligente”, soltó al aire y quedó callado, como para que los demás se aprestaran a escuchar. “Me traía desde el potrero al caballo que yo quería. Si le silbaba así (hizo un silbido largo), me traía al tordillo y si le silbaba así (silbó algo parecido a la introducción de la ranchera Mate Amargo), me traía la yegua preñada”.

Norberto, que miraba el fuego, lentamente giró la cabeza y le clavó los ojos. “Yo no creo que un perro tenga tanto oído pa´los chiflidos”, y volvió la mirada al fuego. Las llamas dejaban ver las siluetas, se distinguían entre ellos por las voces. Un perro ladró a unos metros de allí. Samuel miró la oscuridad y desafió a Tiscornio. “Chiflale, así nos cuenta que pasa, che”.

La noche anterior le había apoyado el lomo de su cuchillo en el cuello cuando había contado de su técnica para contar las ovejas. “Yo le cuento las patas y después divido por cuatro”, lo que ocasionó que Norberto le comentara por lo bajo al Cholo: “Yo juí a la escuela con él y era muy malo pa´las cuentas. Miente”.

El Cholo miraba el fuego y quebró el silencio con su voz grave. “Yo tuve un perro muy lindo, lo había traído de chiquito, porque le vi las patas gordas y unos espolones en los garrones, esos saben ser buenos pa´jabalicear, pero se me había amañado. Me comía los huevos del gallinero. Parece que sabía cuando habían puesto las gallinas. Saltaba el alambrado pa´entrar, así que se lo levanté. No hubo caso, escarbaba y se metía. Le puse unos troncos pa´que no d´entre por abajo y se subía a la pila de leña que había atrás y di´ahí saltaba pa´dentro. Se apoyaba con las dos manos en el estante donde estaban las ponedoras y se servía”. Detuvo su relato porque le tocó el turno de la bota. La estiró hacia arriba con los brazos y, desde allá, la presionó para que el chorrito ingrese a su boca. “Linda zambullida, paisano”, le dijo Samuel desde la otra punta del fogón. “Me acordé del finao papá que contó una vez que le pasó eso con un perro. Lo curó metiéndole una piedra caliente en la boca, pa´que se traume y no quiera saber más nada con los huevos. Así que una tarde calenté una piedra medio marroncita, del tamaño de un huevo y lo llame pa´la cocina. Le abrí la boca y se la puse adentro. ¡Ah, amigo!, pegó ña sentada y salió pa´juera, no lo vi por un par de días. Dije, este se curó”.

Manejando los tiempos del relato y la situación, sacó la tabaquera del bolsillo de la bombacha y metiendo la mano debajo del saco de lana, sacó del bolsillo de la camisa el papel para armar un cigarro. En silencio, paseó su mirada por la de los demás, adivinándole los ojos entre las sombras y el humo; armó entre sus dedos el cigarro, al que acomodó en un costado de la boca, tomó una rama pequeña de entre las llamas y con ella lo encendió. Dio una larga pitada y sin sacarlo de su boca soltó el humo, que dibujo una silueta en la noche.

Tiscornio, que miraba el fuego, levantó despacio la mirada, giró su cabeza y miró al Cholo. “Un perro avivao se hubiera dao cuenta que pa´huevo era demasiao duro”, y volvió a mirar las llamas. El Cholo dejó pasar la ironía de su compañero. ”A los pocos días, yo estaba mateando en la cocina y lo vi que pasó al tranquito pa´l fondo y lo vi que iba derechito al gallinero. Con la patita, abrió la puerta, que había quedao mal cerrada, y se metió. Apoyó las dos manos pa´llegar al estante donde están los nidos y miró los huevos”. Agarró el pucho entre sus dedos, con la uña del meñique separó la ceniza y luego de escupir a un costado, lo llevó nuevamente a su boca. Apoyó el labio inferior sobre el superior y mirando las estrellas soltó un suspiro. Desde la ronda, Norberto preguntó lo que intrigaba a todos los presentes. “Y… ¿se los comió?”, el Cholo, lo miró un rato antes de contestar. “Sí, pero primero los sopló, pa´entibiarlos”.

Te puede interesar
Ultimas noticias