EMOCIONES ENCONTRADAS

| 10/03/2018

El primer pique

El primer pique

“Pa, me voy”, le grité al viejo, que andaba por el patio. Mi mamá había salido temprano a hacer las compras. “¿Tomaste algo, porqué no desayunás primero?”, me gritó, mientras cerraba la puerta del galponcito del fondo. Ahí guardaba todas sus cosas; esa manía que le porfiaba mamá, “guardas todo, no sé para qué”. “Déjelo ahí, no molesta”, solía responder él, custodiando su territorio: tarros de durazno vacíos con tuercas y tornillos, latas de leche Nido con clavos que, a veces, parecía tener contados. Ahí pasaba gran parte de su tiempo libre. 

“Me llevo unas galletitas”, le grité saliendo a la vereda, con un paquete de Rumba en el bolsillo. Me acordé de la promesa del día anterior y volví sobre mis pasos. “¿Vamos a ir a pescar a la tarde?”. “Si se levanta un poco de viento, sí”, me contestó entrando a la cocina, golpeando ambos pies en el felpudo del umbral para sacarse el polvo de los zapatos y no ensuciar el piso. La vieja tenía esos mosaicos que te podías peinar mirándote en ellos. La pesca era la pasión del viejo y me la fue transmitiendo de a poco, casi sin darme cuenta, yo lo veía con ese ritual de ir preparando todo. La caja con las cucharas y la caña estaban siempre a mano mientras duraba la temporada. No le gustaba pescar con el lago planchado. Por eso, me dijo que esperáramos a ver si se levantaba un poco de viento; “el Nahuel, para cucharearlo, tiene que estar movido”, decía sentencioso, con sabiduría. Vaya a saber dónde lo habría aprendido, pero era cierto. Los días con el lago “picado” había más pique. 

Esa mañana se me fue en el baldío de la otra cuadra jugando con los pibes, esa barra que descollaba en los veranos. Sin clases, el día era interminable y sin esa carga de tener que cortar para hacer los deberes. Nunca había nada preparado, nos juntábamos y veíamos qué pintaba, aunque había cosas clásicas, como el picadito o alguna incursión en bicicletas por las calles y veredas del barrio. A veces, la tardecita nos encontraba con unas terribles tenidas, simulando ser vaqueros del far west, imitando con las voces el sonido de las balas saliendo de nuestras colt 45 o de algún Winchester. Ese lugar era una quinta, media manzana, con frutales, pastizales y arbustos que nos ocultaban; al fondo, había una tapera de lo que alguna vez fue un galpón: todo un escenario que ni el mejor estudio de Hollywood podía igualar para nuestras fantasías. 

Al mediodía, estaba de vuelta en mi casa. Desde el cerco, se sentía ese aroma de la magia alquimista de mi vieja en la cocina: no hizo falta asomarme para ver que una fuente de milanesas con puré esperaba en la mesa. Sobre el hule a cuadros, el pingüinito con el vino blanco, un sifón y los cubiertos junto a los platos. Me senté y, cuando iba a cortar la colita del pan felipe, tronó la voz de la vieja.

 -Andá a lavarte esas manos, roñoso -. Me levanté y las lavé en la pileta de la cocina. 

-Ese repasador no, que está sucio – dijo, alcanzándome uno desde el cajón de la mesada. -Qué manía de lavarte acá, no sé porque no vas al baño-. Ella siempre rezongaba por lo mismo. Me salvó mi papá que venía desde el comedor, pasó por detrás mío, me zamarreo los pelos y se sentó. 

-¿Adónde anduviste, sabandija – me dijo con una sonrisa pícara y abierta, que me invitaba a contarle mis aventuras.

 -¿Vamos a ir, pa?- lo interrogué ansioso. Él, miró por la ventana los árboles del patio y vio que un insipiente viento los movía. 

-Parece que se está levantando viento, puede que sí.

 Conocía lo suficiente al viejo, a pesar de mis pocos años, para saber que ese “puede que sí” era seguridad de ir. 

-A ver si, de una vez por todas, sacas algo vos, pescador– me dijo mamá, agarrando mi nariz entre sus dedos y moviéndola a un lado y al otro. Era como una mariposa esa mano. Con el almuerzo ya en marcha, ella se relajaba y volvía a ser ese manantial de ternura que tanta falta me haría en estos días.

Alrededor de las cinco de la tarde, nos fuimos hasta la curva de Ñirihuau. Papá ya había cargado todo en el baúl del auto. Ese año, me había regalado una caña larga y un reel Mitchel, de los buenos, con tanza Tortuga del 40. Me decía que use esa medida porque enganchaba mucho las cucharas y con ella podía tironear un poco más, intentando recuperarlas. Pobre viejo, un presupuesto en cucharitas era yo.

Se sentó en las piedras de la orilla y empezó a armarme el equipo. Generalmente, armaba el mío primero, para que yo fuera tirando y calmara mi ansiedad, mientras él armaba despacio el suyo, mientras tanto me relojeaba. Por ahí, se acercaba y me comentaba algo, me corregía el tiro o me decía algo del reel. Era tan lindo verlo. Estiraba los brazos un poco hacia adelante, para hacer foco en el ojal del giratorio de la cuchara y embocar la tanza; luego, hacía un nudo (que con el tiempo me enseñó a hacer) y le daba un tironcito a la cuchara, para ver si estaba bien sujeta. El lago estaba picado, las olas se veían de un color verdoso, elevándose, para luego derrumbarse sobre sí mismas derramadas en espuma blanca, con ese rugido tan típico del Nahuel. La cuchara Coster plateada, de 28 grs. surcó el aire pidiendo hilo, que salía por los pasadores de la caña y lo llevaba lago adentro, dibujando una parábola perfecta en el aire. Ya caía el sol por detrás del Tronador. Fue casi en el mismo instante en que la cuchara se zambulló en el agua, que sucedió. El hilo se tensó y un tironeo nervioso, intenso, amagaba arrebatarme la caña. Alcancé a aferrarme a la manija del reel, lo que ocasionó que el hilo saliera forzando el carretel y haciendo sonar una especie de campanilla. “¡Pa!”, grité, nervioso, reculando por las piedras.

Él estaba a unos metros, recién volvía del auto, adonde había ido a buscar una campera. Mamá no entendía nada de pesca pero sí se encargaba de preparar una bolsita con abrigo, gorro y un paquete de galletitas. “Que no pase frío”, le decía a papá; él, la miraba, como diciendo “¿me lo vas a repetir siempre?”. De todas maneras, se conocían tanto que sólo se miraban. “Tranquilo”, me dijo, se quedó al lado mío y me fue diciendo como actuar. Era una trucha bastante grande, aunque no se veía, él lo intuyó por el modo de tirar y la curvatura que mostraba la caña. “Toma, pa”, le dije asustado, ofreciéndole la caña, mi cuerpo tiritaba, no sé si era emoción o miedo. O las dos cosas. Su mano rodeando mi espalda y apoyada en mi hombro me dio fortaleza y me ayudó a entender que iba a poder y que ahí estaba él. Yo traía la línea que, por el peso, hacía patinar el carretel, pero trabajosamente la acercaba. En un momento, mis ojos, que estaban fijos a la distancia, allí donde la tanza se perdía en el agua, la vi. Fue como que trepó por la ola y descendió con ella, hermosa y plateada, brillando al sol aun a través del agua. Luego de unos minutos, finalmente la tuvimos en nuestras manos.

Al regresar, ya de noche, bajé del auto apenas estacionó. Creo que ni cerré la puerta detrás mío cuando entré corriendo a casa, con la bolsa en mis manos y gritándole a mi madre que había sacado mi primera trucha. Ella me abrazó y me alzó, dando una vuelta conmigo, saltando. Cuando entró mi papá, corroboró mi relato y dio fe de que la había sacado yo solo. “Felicitaciones, mi pescador”, me dijo con esa ternura que sólo ella podía irradiar, haciéndome sentir todo un héroe.

Con los años y ya con el viejo ausente, una tarde, mientras tomaba un té con esa anciana a la cual uno de mis hijos le acariciaba su cabellera plateada mientras le contaba que, al día siguiente, yo lo llevaría a pescar, ella fue hasta el cuarto y volvió, lenta, paciente. 

Aquella mujer morocha y enérgica, que me retaba por mis manos sucias y tomaba mi nariz entre sus dedos para mimarme, ahora estaba frente a mí, con uno de sus nietos haciéndola feliz. Traía en sus manos una cajita, de esas en las que se vendía un cuarto de chocolate, de cartón duro. Se sentó en su sillón y me la alcanzó. “Tomá”, me dijo, con esos ojazos negros clavados en los míos, esperando mi reacción, como seguramente me abría mirado cuando yo era chico, al abrir un regalo de cumpleaños o algún paquete debajo del pinito navideño. Dentro de la cajita, entre unos algodones, estaba aquella cuchara plateada, la Coster, la de mi primera trucha. Ella, al poco tiempo, también partió al encuentro de su regalón y por algún lugar andará, camorreándolo por las chucherías que guardaba en su galpón, pero amándose, como hicieron toda la vida que estuvieron en esta tierra.

El viejo me clavó el anzuelo de la pesca en el alma y aún lo llevo. Cuando llego a orillas del lago, al bajar del vehículo en el que ande, miro al cielo y le hago un guiño, seguro de que si tengo un buen pique, ahí va a estar, con la mano en mi hombro.

 

 

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