03/03/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Hasta que la muerte los separe

Los peones se disponían a acostarse luego de una jornada más de trabajo. Mayo ya avanzaba y obligaba a acurrucarse al lado de la cocina y preparar un brasero antes de acostarse. La propiedad en la que trabajaban, a orillas del lago Gutiérrez, se eleva por la falda del cerro casi hasta la cumbre. Ya habían bajado la hacienda de la veranada y los días transcurrían ese otoño de los años cincuenta, esperando la llegada del invierno; ordeñando, juntando leña y podando algunos frutales entre otras rutinas. Un lejano rumor del motor de un avión les pareció raro, no era habitual en esa zona, normalmente, por allí, no pasaban los de línea y menos de noche. No terminaban de salir de la incertidumbre cuando oyeron una explosión que los sacó de su rutina. Salieron a la noche y miraron hacia el cerro pero no vieron nada; desde la casa principal, no se observaba ningún movimiento por lo que dedujeron que no se habían alertado. “¿Habrá caído el avión, che?”, aventuró uno de ellos, mirando a su compañero. Con esa duda, se durmieron.

EMOCIONES ENCONTRADAS: Hasta que la muerte los separe

Por Edgardo Lanfré

Cuando aclaró se acercó Ricardo, el patrón, confirmando la presunción de los peones: ya era noticia la caída de aquel avión con sus veintisiete pasajeros. La aeronave había intentado aterrizar en el aeropuerto de Bariloche, pero alertado por el mal tiempo, el comandante realizó una maniobra de escape y, pese a la advertencia de la torre de control para que se dirija a otro aeropuerto, decidió intentar una nueva maniobra, dando un rodeo que lo llevó a aproximarse desde el suroeste, no pudiendo evitar encontrarse con la cresta del cerro. Don Ricardo ordenó a los peones a que montaran a caballo y subieran hasta donde les fuera posible, tratando de avizorar la aeronave y verificar si había sobrevivientes, mientras él se comunicaba con el aeropuerto para dar la novedad de los sucedido.

Al mediodía, estaban de regreso, cuando ya se habían juntado en la casa principal gente de Gendarmería y unos guías del Club Andino, comandados por Hugo, joven conocedor de cada montaña de la zona. “Debe estar arriba del Meta”, dijo, haciendo alusión al cerro que se encuentra detrás del que miraban. Los peones dijeron que habían subido dando un rodeo y que, a lo lejos, efectivamente, en la cresta del Meta, se veía brillar el fuselaje de la aeronave y que no se veían movimientos, lo cual fue aceptado con un recogido silencio por parte de todos los allí presentes.

“Salgamos cuanto antes, porque nos va a agarrar la noche subiendo”, dijo Hugo, asumiendo el liderazgo de la tarea; su intención era llegar con luz a la cresta del cerro y, si era necesario, acampar allí y bajar con luz la mañana siguiente. “Vamos a subir siguiendo el arroyo”, continuó, haciendo alusión al Melgarejo, sabedor de que el agua al descender, lo hace por el camino más corto. Si bien el arroyo baja por cañadones y quebradas, trataron de seguirlo; a veces, viéndolo entre el tupido lengal y, otras, guiándose por el rugido del agua, que golpea entre las piedras buscando el lago. La caravana avanzaba de uno en fondo. Hugo hacía punta, seguido por el comandante de los gendarmes.

Al dejar atrás el bosque, se abrió ante ellos un inmenso pedrero, con vegetación achaparrada, que llegaba hasta la cumbre; desde allí pudieron ver el fuselaje del avión. Mayo ya había pintado de blanco a la cresta del Meta y el viento helado hachaba la cara de los rescatistas. La aeronave estaba más abajo, deslizada hacia la ladera norte. Tuvieron que descender unos metros para sortear una profunda quebrada y, dejando a la derecha el arroyo, volver a ascender hasta llegar, casi cuando atardecía. Evidentemente, el avión había tocado la punta del cerro con su tren de aterrizaje (se lo veía más arriba) y había corrido cuesta abajo, desintegrándose en una carrera fatal, hasta quedar contra una piedra gigante. Ese silencio que Hugo tantas veces disfrutó en soledad, parado sobre esas mismas piedras, ese día le pareció molesto, preanunciando lo peor. El olor a nafta cubría el lugar, mientras el viento jugaba con pedazos de plástico, telas y ropas esparcidos por allí. Un cóndor desde lo alto cerraba el día y parecía velar la tragedia.

El ojo de luz de las linternas fue penetrando la noche, mostrándoles la situación. Efectivamente, no había sobrevivientes. Lo que era la cabina estaba a unos metros más arriba, con uno de los pilotos todavía aferrado al timón, recostado sobre él. El fuselaje, orientado hacia abajo, como mirando al lago desde lo alto, dejaba ver butacas arrancadas de su lugar, algunas con los cuerpos en ellas y otras vacías, lo que hacía suponer que estarían por las inmediaciones luego de ser arrancados por el impacto. El comandante de gendarmería tomó su radio y comunicó la ausencia de sobrevivientes, mientras los demás organizaban un precario vivac, al reparo de unas piedras, para afrontar la noche. Las nubes se abrieron y dejaron que la luna les mostrara el perfil de esa noche imborrable para todos ellos. A Hugo, le costó entrar en sueño, el día había sido agotador, interminable, pero lo visto y vivido lo tenía desconsolado y perplejo. Había rescatado gente lastimada, pero toparse tan de lleno con tanta muerte lo atravesaba de espanto.

A la mañana siguiente, descendieron en silencio; los pájaros del monte, junto con el murmullo del agua y la voz del viento entre las ramas los acompañó. El joven guía no podía sacar de sus retinas la imagen de aquella pareja, que junto a otras venían a pasar su luna de miel en aquel vuelo. Cuando el ojo curioso de la linterna le mostró el interior de la aeronave, allá en el fondo, contra el panel de la cola, estaban los dos, aún en su butaca, abrazados, inmóviles. Así decidieron entrar a la muerte, desafiándola. No los pudo separar.

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